lunes, 30 de marzo de 2015

8 Reales, PLVS VLTRA

8 Reales PLVS VLTRA, 1688



In honorem G. B., Yates, Warburg, Panofsky
et al. magistrorum


Toda persona con una pizca de sensibilidad notará que hay algo raro en las monedas macuquinas del Imperio Español, especialmente la macuquina de Potosí. El modo en que está dispuesta la información en estas monedas no es normal, ni el diseño de estas piezas, raras hoy pero acuñadas en cantidades inimaginables con la plata del cerro de Potosí, se asemeja a los de las monedas que se acuñaban en aquella época en Europa, aberración ésta con respecto a la norma que siempre me extrañó y en vano quise desentrañar; particularidad cuyo arcano esotérico yo intuía, pero que no podía exponer de manera cabal así como tampoco podía explicar las razones que me creaban, como a tantos otros admiradores de la amonedación potosina, ese encantamiento que hace codiciar más y más estas monedas, absorbiendo la voluntad de un modo enfermizo en su contemplación, disfrute y atesoramiento.

Creo ahora, hasta cierto punto, que he podido exponer este enigma en palabras, iluminando siquiera con pálida penumbra su secreto totalmente oscuro para mí durante tanto tiempo, sorprendiendo en su lacónico mensaje de plata amonedada ese algo misterioso que siempre quise desentrañar.

Con un mínimo de cultura numismática se observa, he dicho, que la moneda macuquina con el cuño de las columnas de Hércules -me refiero al diseño que se impuso desde Felipe IV- es anómalo; anómalo no sólo por su forma irregular debida a que los flanes eran recortados con tenazas y a su acuñación con martillo, sino por su mismo cuño, porque la configuración de éste, sobre todo en el reverso con las columnas que marcan el fin del mundo conocido de los antiguos, y el ordenamiento de letras, número de valor y fecha entre aquellas columnas, llama la atención y casi no tiene precedentes en la historia numismática . El enorme ocho que campea coronando las columnas, destinadas en la mitología a señalar el límite del mundo conocido y permitido al hombre, tiene una energía enorme. De hecho su poder emblemático para simbolizar al dinero y a la divisa poderosa por excelencia fue tan grande y tan general, que muchos creen que el signo del dinero hoy universalmente aceptado ($) surge de este ocho, que no es sino el ocho de las macuquinas con el numeral partido (el cuño del número solía partirse por los reiterados golpes, y así se imprimía en el metal como una S) numeral que serpentea salomónicamente por entre las dos barras, que a su vez representarían a las dos columnas de Hércules, las columnas del finis terrae, por lo que este signo pasó a significar al dinero por antonomasia, todo lo cual testimonia lo universal de la circulación de estas monedas . Por otra parte, colabora aun más, en esta interpretación del ocho como el paradigma mismo de las macuquinas de a peso , el hecho de que siempre parece haberse tenido cuidado, en la mayoría de los ejemplares, de que este ocho, a pesar de los defectos de acuñación, fuese claro y evidente, la carta misma de presentación, el busilis, la cabeza y el alma de la moneda.

La extraña disposición cabalística de las letras que se aprietan militarmente en ordenado escuadrón y parcelada sintaxis entre las columnas organizadoras no es menos inquietante. El lema de la moneda, PLVS VLTRA , es una franja que atraviesa el diámetro horizontal del cospel, dispuestas sus nueve letras de tres en tres para formar las palabras que aluden a esa desconocida región atlántica allende los pilares, que leídos en clave mitológica e histórica se relacionan con la superación de los límites del hombre y con la meta del infinito. Del mismo modo está presente en la leyenda otra palabra de poderosa resonancia: POTOSÍ, que exotéricamente hace referencia al cerro del que la plata para las monedas era extraída, pero que esotéricamente me parece portador una recóndita alusión de acuerdo con la cual, en un análisis cabalístico de sus caracteres, las letras OTO forman también, como la frase latina de la empresa, un palíndromo parcial -OTO- al que encabeza otra P como en P-LVS VLTRA, (aquí el palíndromo afecta a -LVSVL- conjunto de letras que también está encabezado por una P como POTOSÍ) Tenemos así dos palíndromos parciales que remiten a la circularidad del ocho:
-LVSVL- y -OTO-.
El enorme 8 campea arriba escudado, en las macuquinas de columna desde Felipe IV hasta Carlos III, por dos capiteles que son los remates de las columnas hercúleas y que no son sino otros 8 acostados (el símbolo del infinito, como una cinta de Moebius o un ouroboros que se devora la cauda) potenciadores quizá del ocho central, haciéndolo ternario, ya que el ternario es símbolo de la perfección divina. El ternario, con su perfección y coronamiento del ocho en nueve, que es como un ocho magnificado y magificado, se observa asimismo en la distribución de la frase PLVS VLTRA, la cual presenta una división en tres ternarios de tres letras cada uno: PLV I SVL I TRA, frase dividida en tres compartimentos de tres letras por las dos columnas. En este ocho, en estas columnas y en su firme y cerrado armazón geométrico vibra toda la potencia de un imperio religioso, cultural, político y económico: el tremendo poder de España y su hegemonía celadora, cuyo percusivo diseño, cargado de potencia cabalística, hizo que sus monedas circularan por toda la faz del orbe .
Se repite en el anverso el 8, como valor sobre uno de los travesaños de la cruz. Este anverso también es simétrico, con su poderosa cruz potenzada que divide en cuatro el campo, cuatro que no es sino un divisor del 8.

Así llegué a la conclusión de que el diseño de las macuquinas de a ocho es un talismán, una imagen de la memoria que opera por fascinación y que extrae energía de los caracteres talismánicos que conjura en su cuño -y acaso también del efecto que produce en cada uno de los innumerables individuos por cuyas manos pasaban estas tremendos monedones- a través de los cuales las energías se distribuyen y circulan gracias a las disposiciones cabalísticas de las letras en forma de palíndromos parciales (P)LVSVL(TRA), (P)OTO(SI), y a las simetrías centrífugas -o centrípetas, si se quiere- que forman los sellos o imágenes que albergan, cuartelados y dispuestos según proporciones mágicamente significativas, a saber: la cruz de Jerusalem como un distribuidor de corrientes quiásticas en los dos leones y torres cruzados en sus flancos, las letras de los ensayadores simétricamente dispuestas en las esquinas (en ambos casos según disposiciones oblicuas o cruzadas que implican la X o cruz de San Andrés, las dos columnas que dividen el campo y las letras de la empresa PLV I SVL I TRA y, lo más importante: la proliferación del ocho como símbolo del infinito, lo cual podría apuntar a invocar el efecto mágico de la multiplicación de las divisas y su poderío inequívoco durante la época colonial... unido todo esto a ese “otro ocho” escondido veladamente y que conforma un par de ojos, cuando se ve en el campo de la macuquina, por medio de la palabra POTOSÍ en –OTO-, “ojos” separados por la T que siempre tuvo una oscura significación iniciática , ojos que evocan, mutatis mutandis, el ojo de la providencia y del infinito que también se ve en el ápice del potente símbolo iniciático de la divisa universal del presente: la pirámide en el dólar americano, que también es un emblema esotérico destinado a potenciar hasta un punto inimaginable el poder de esta divisa en el mundo, lo cual ha convertido a los Estados Unidos en una potencia hoy en día incluso más poderosa que la España colonial.

En las macuquinas, la proliferación de lo convexo y del colmado infinito que se cifra en el número ocho, se observa además en alusiones menos explícitas, como por ejemplo en las ondas a los pies de las columnas, pues allí ondean como otros ochos las olas del mar, en barroca profusión de sinuosidades...

Ahora bien, este talismán multiplicado hasta el vértigo a martillazo y punzón, que se difundió por todas las tierras vibrando con cristalino tintineo en alforjas, que estuvo en contacto con la piel de todas las razas y al que calentaron -activando quizás así más todavía su resonancia cabalística- millones y millones de manos, fue adoptado cuando el imperio se hallaba ya en un avanzado e incurable ocaso, y puede ser considerado por todo ello un intento desesperado, un hechizo a gran escala y de tremendas proporciones, por mantener el poderío que ya se venía abajo, que siguió durando, pero cada vez más amenazado, hasta los desastres de fines del Siglo XVIII que le dejaron a España sólo jirones del imperio en el que no se ponía el Sol.

Sostengo, en resumen, que hay una inteligencia que diseñó y pergeñó la moneda macuquina como un talismán astral, como una imagen percusiva de la memoria, erigiendo una estatua recolectora de influencias estelares en el cuño que la caracteriza, una máquina barroca multiplicada millones de veces en el diario batir de los pesados retazos de metal; percibo por detrás de estas monedas algún anónimo sabio de ingenio magistral, adiestrado y nutrido en las artes que, por medio de los sellos de Zeuxis el pintor y de Fidias el escultor, enseña Giordano Bruno en Sombras, Lámpara, Treinta Estatuas y Sellos, obras éstas en las que el Nolano logra la manipulación del aparato fantasmático del ser humano para hacerlo receptáculo de los efluvios astrales más convenientes a su beneficio, evolución y adquisición de poder mágico; en este caso, enfocando todo a potenciar mágicamente la continuación, perdurabilidad y hegemonía de la Corona Española, en un crepúsculo en que se veía amenazada por otras potencias.

Yo he desentrañado, con todo, algo más en las macuquinas, y todo lo escrito hasta ahora no es sino un prolegómeno de lo que voy a relatar sobre mi experiencia con un peso macuquino de 1688. El secreto: se requiere una sofisticación más para activar el poder del peso de a ocho reales: que la moneda haya sido acuñada en un año terminado al menos en un ocho, de modo que, así como la fecha se repite en anverso y reverso... ¡¡¡habrá aun dos ochos más!!! El ocho, como dije, es símbolo de perfección y de infinito. La pieza que yo usé tenía dos ochos más en anverso y en reverso. Pensé así que si la circulación cabalística de energías en las corrientes trilíteras, numerales e icónicas alcanzó para la opulencia de un imperio, a pesar de los trescientos y pico de años transcurridos desde su planificación, podría existir en las macuquinas todavía un resabio, un eco residual de vibración, del que yo podría sacar partido para mi simple beneficio económico privado, y empecé a buscar imprimir en mi memoria la imagen de una macuquina y activar la potencia de este ícono virtual para hacerme rico. La imagen de la más opulenta divisa del mundo, activada en mi mente por el sol de mi voluntad interna, debería bastar para, de algún modo insospechado pero que pronto debería revelar sus corrientes de funcionamiento, hacerme fabulosamente rico. No dejaba yo de ser un mortal más motivado por la codicia. Después entendí hasta qué punto me depararían una sorpresa insospechada los ejercicios de visualización interna que comencé a proyectar en mi tiniebla interior en base al diseño de las macuquinas.

Decidí adaptar a mis fines la introspección y el tallado de imágenes fantasmagóricas que aconseja Bruno en sus obras de arte memorativa. Pero para ello necesitaba un peso macuquino de 1688, ya que así su poder estaría exponencialmente amplificado por dos ochos más, dos jeroglíficos más invocando la visión del infinito. Yo lo conseguí. Acá en Córdoba ya no hay, como veinte años atrás, macuquinas en cualquier escaparate de una humilde tienda de antigüedades. La pasión de las almas magnánimas en su receptividad de la belleza por estas monedas, o el acaparamiento visceral y aquilino, han hecho escasear (con justificación en un caso y sin ella en el otro) hasta la rareza extrema toda la plata colonial, en especial las informes piezas talismánicas. Mi trabajo era doble: tenía que encontrar una macuquina de ocho reales (las de dos reales son más fáciles de hallar) que estuviera acuñada en algún año terminado en ocho. El azar o la providencia me hicieron toparme con un ejemplar, en el que los dos ochos de la fecha (1688) se veían claramente en anverso y reverso, a la par de los otros ochos que ya he descrito. Lo encontré en una casa de numismática que se especializaba más en filatelia, y el polaco que la atendía me la vendió con su sonrisa irónica y entre movimientos espasmódicos (disfrazados de mezquina amabilidad) de quien sólo se interesa en la salida de material de su negocio. Pero yo sabía cosas sobre el cuño que ni el catálogo más especializado remotamente osaba soñar o elucubrar... Me dispuse entonces a dar comienzo a los ejercicios que, aprovechando este magnetismo del diseño, me harían un potentado. Noche tras noche cincelé y troquelé una copia fiel del peso de 1688 en el campo de mi fantasía. La sostuve en la palma lagunosa de una mano espectral, la acaricié con la yema de unos dedos fantasmagóricos, y besé también su luna fría con los labios temblorosos y cadavéricos que con resistencia configuraba en mi rebelde imaginación, sintiendo cada reborde filoso, cada curva ventruda, cada grieta del cospel, quebrado como estaba en dos o tres rincones por el tremendo peso del martillo que, en algún segundo del año 1688, cayó como un rayo sobre el flan de plata fina arrebatada al cerro Potosí, estampando la fatídica conjunción de jeroglíficos y reventando sus bordes en tres rajaduras que aportaban también su cuota de tortuosa y brutal belleza al cospel. Para conmover más la imagen creada recurrí a asociar otras sensaciones, olfateé el inconfundible aroma de la plata de 12 dineros de pureza, aromatizado irresistiblemente por el sobrecito de celofán en que las monedas de colección se exhiben y venden, con etiquetas profusas de números de catálogos, ensayador y demás descripciones. Todo esto lo incorporé, gracias a la lámpara interior de mi voluntad, acuñando en mi memoria un fiel simulacro de la macuquina que se calentaba noches enteras entre mis dedos, pasándola a mi interior, filtrándola al mundo celeste de mi mente para elevarme yo mismo hasta los designios cabalísticos que encerraba, y abrirme así al mundo de configuraciones matemáticas de la esfera intelectual que obraba sobre el troquel grisáceo seminegruzco.

La introspección me llevó, de la mano del programa iconográfico-emblemático de la macuquina, hasta terrenos que jamás se me ocurrieron, revelándome un plan milenarista y ecuménico tan grande que me hace tiritar de sólo pensar qué habría sucedido con la raza humana si hubiese llegado a buen término: estaríamos hoy en esferas superiores gozando nuevamente de nuestra naturaleza inmarcesible -que sin embargo una vez supimos marchitar- en campos de flores de estrellas, girando entre los orbes del mundo intelectual, entrechocándonos graciosamente en danza ingrávida con las burbujas que son las ideas en la mente de la divinidad...

Un vez que la moneda se hizo prácticamente más real y nítida con mis ojos cerrados que cuando veía el ejemplar que había comprado, una vez que por el solo hecho de visualizarla, podía yo comprobar que el metal de la otra (la que dormía en la vitrina) se había calentado al haberla invocado en mi mente, me di cuenta de que ya estaba totalmente incorporada a mi mundo interior, que había sido asimilada por una digestión de la imaginación, y supe al fin que ya era hora de golpear la puerta tras la cual latía el secreto de la configuración cabalística que me haría inmensamente rico. Porque si esas puertas arcanas habían sido patrimonio exclusivo del Imperio que no veía ocultarse la luz del sol, una noche casi trisecular había depositado su manto después del dorado ocaso de los siglos pasados y ahora, fuese lo fuese que quedara de magnetismo vibratorio, podía ser usado por cualquiera con la suficiente sagacidad mágica como para percatarse de su existencia y de su disponibilidad. Y abrí esas puertas.

La primera vez presencié algo asombroso. Lo primero que percibí fue el sonido del mar, de unas olas rompiendo contra la costa, esa risa innumerable y cansada de las espumosas ondas... poco a poco se fue despejando un paisaje onírico, bañado en la oceánica luz de la luna. Las olas iban a lamer suavemente unos escalones de piedra que se hundían en el agua oscura. A los costados, dos enormes pilares elevaban sus brazos al cielo y abrazados en torno de ellos se debatían gráciles oriflamas que la brisa marina hacía danzar en medio de la noche, lentamente. ¡Qué capiteles coronaban los pilares! eran convexos y llenos de florituras voluptuosas, con caras de angelotes que se asomaban por entre la vegetación tallada, con expresiones ingenuas, con los mofletes hinchados, eran ángeles niños con la frescura del tallado de manos indígenas, característico en el temprano arte colonial. Estos capiteles eran huecos, y en su interior parecía haber brillado antiguamente una luz... ¡eran faros! eran como dos antiguos faros que invitaban a adentrarse en el tranquilo mar al que enmarcaban. El conjunto de este paisaje de ensueño formaba un catafalco barroco, y esos dos pilares, cual escenografía de ópera barroca de arte efímero, eran ofrecidos por la escena lunar como el altar de los secretos olvidados, el baldaquino de la aventura, el puerto de embarque al infinito...

Inspirado por no sé qué fuerzas, con un súbito ademán cóncavo y gentil, extraje de mi pecho, ampolla de la voluntad, una saeta ardiente y encendí las teas chamuscadas que dormían desde hacía tanto, y el interior de los capiteles se inflamó en tímido aleteo de pavesas espiraladas que giraron cual luciérnagas confundidas por los aires. Amaneció en ese mar, y entendí que el escenario era el de las columnas de la macuquina: ¡yo estaba adentro de la macuquina! y en el cielo, como una faja zodiacal, giraba la palabra cabalística que en la moneda real (¿real aquélla, o este vívido escenario era la moneda real?) rara vez no muerde el mezquino troquel: POTOSÍ. Giraba por el cielo enmarcada por una circularidad invisible, y cuando POTOSÍ campeó en el cenit, por sobre donde debería estar el ocho entre los dos pilares, dos terroríficos ojos desde las O de la palabra y enmarcados por un triángulo de luz verde, me miraron, como queriendo devorarme, y entonces una luz me encegueció.

Después tuve una revelación de proporciones cósmicas que dejó mi plan anterior de enriquecerme tan ruin, que me avergonzaré de ello siempre. Pero al menos develé un arcano que afecta a toda la raza humana, si bien el empeño de esos frustrados redentores de la humanidad fracasó, aunque no por ellos.

El plan había visto la luz después de la caída de Constantinopla bajo el pabellón turco. Los sabios custodios del saber hermético que quedaban en Oriente habían emigrado a Occidente, y se restablecía así el sueño de confluencia en el águila bicéfala de los dos mundos del Este y del Oeste, de la que hizo su divisa Carlomagno. El descubrimiento del Corpus Hermeticum y su saber egipcio en la remota Macedonia gracias a la sed de lo oculto de Cosme coincidió pues con la llegada de Gemisto Pletón a Florencia. Fue entonces que Ficino y otros dieron forma al proyecto más ambicioso pergeñado por el hombre: idear un mecanismo para reparar la solución de continuidad que la caída había provocado al hombre prístino y cristalino creado por Dios, oscureciendo sus sentidos y lanzando su naturaleza, por designio divino y por derecho propio circunvoladora y rectora del Cosmos, a un cuerpo bestial. El proyecto se fue configurando pero nunca se contó con las energías necesarias para llevarlo a cabo; pese a todo, en el transcurso de ese largo siglo, hasta que cayó en mano de los Habsburgo, el sueño fue acercándose más y más a una posibilidad concreta, gracias a la labor de tantos eruditos y sabios, sobre todo Cornelio Agrippa y Giordano Bruno. El mismo Cristoforo Colombo, uno de los más emprendedores cofrades de la fraternidad, había dado un terreno a la construcción de los mecanismos y las instituciones desde las cuales el proyecto tendría su primer envión: las tierras conocidas de unos pocos y olvidadas desde los tiempos de los sacerdotes de Egipto: América. En su Libro de las Profecías Colombo menciona que tal era su móvil: la búsqueda de los nuevos cielos, y para alcanzarlos, de los territorios que serían un punto de partida y un campo propicio para el restablecimiento de la nueva Sión, el paraíso.

La antorcha del sueño, aceptada por los Reyes Católicos en un principio, había sido pasada rápidamente a los Habsburgo con el matrimonio de Juana y Felipe, y legada más tarde a los Borbones.

Hay claras pruebas, si bien hoy no se las tiene muy en cuenta, del proyecto milenarista que, después de fundar una monarquía mundial bajo la corona de un emperador-sacerdote -al que cedería la suya el rey de España reinante en ese momento- instauraría el reino de los cielos en la tierra. Este reino no sería más que el último preludio de la migración a otros niveles de realidad de las almas humanas. Por otra parte, el reino tendría su sede en el Nuevo Mundo, con capital tal vez en Lima o en Cuzco, y el nuevo rey-sacerdote, según varias profecías, debía ser un vástago surgido de la sangre del fundador de los jesuitas y de un descendiente del Inca. No por otro motivo el sobrino de Ignacio de Loyola, Don Martín García de Loyola, había contraído matrimonio con una princesa inca, Doña Beatriz Clara Coya, heredera directa por parte de Huayna Capac del trono incaico. Fruto de esa unión nacería la estirpe de los reyes-sacerdotes del último reino antes del salto final.

Este providencialismo cristiano, firmemente abocado a lograr el retorno del reino del Espíritu Santo, bebía en la tradición de los milenaristas seguidores de Ioacchino da Fiore, quien había profetizado, con el girar de los siglos, el retorno de Cristo y de la era del Espíritu Santo, a través del florecimiento del nuevo lenguaje universal sin intermediarios de palabras ciegas, sino por directa transmisión de la cosa significada. Era el resurgir del lenguaje adámico que se había ido perdiendo desde la expulsión del paraíso y que se había fragmentado definitivamente con la confusión seguida a la torre de Babel. Las denodadas tareas de reflotar este lenguaje por medio de jeroglíficos, que expresan complejos conceptos abstractos a través de imágenes altamente significativas, estaba en la raíz del furor de la emblemática barroca, con antecedente en la vasta obra sobre escritura egipcia de Piero Valeriano, continuada después por un jesuita: Athanasius Kircher.

Con la luminosa guía en el ámbito interno de la macuquina, encontré la punta del hilo para dar con la motivación de los autores del plan que llevó a diseñar un sello talismánico circulante y a su amonedación por millones, y esto tenía que ver con la injerencia previsible de la mayor fuerza religiosa en la España de esa época: los jesuitas. Los jesuitas tuvieron en su fundador un maestro empapado en el arte de la memoria, afín al arte memorativa enseñada y ejercitada por Giordano Bruno, y tanto él como sus soldados eran maestros en la instrucción -en algunos casos adoctrinamiento y manipulación- por la imagen. Los ejercicios espirituales de Iñigo no eran más que un intento por modificar el alma y adecuarla a las virtudes, en aras a la recuperación del estado beatífico. Pero la empresa inicial, concebida por los círculos iniciáticos florentinos era lenta, dolorosa, y sólo destinada a los escasísimos espíritus con la fortaleza interna para sufrir los cilicios y los magullones internos, los sulfuros y potros que se requieren, en los ejercicios, para recién alcanzar a entrever la restitución de la bienaventuranza al caído hombre cósmico de otrora. Se necesitaba un plan que involucrara las fuerzas más poderosas de la cábala para embarcar en este proyecto a todos los seres humanos, o al menos para preparar el terreno y poner a vibrar en frecuencias superiores las almas de grandes multitudes que irían despertando poco a poco pero, eso sí, mucho más rápido que los eones, imprescindibles al lento trabajo de la sola naturaleza.

Se decidió trabajar, en principio, con la fascinación por la imagen a escalas mundiales, pero luego se vio en la propagación a través de los íconos monetarios el medio más eficaz y rápido para realizar el “contagio” beatífico en cadena. Se dispuso así el acordonamiento vibratorio de todo el planeta, que sería ejercido por las cabalísticas macuquinas, paseadas en los ventrudos galeones, de modo que dejaran halos energéticos, como miles de arco iris, para poner al planeta en red vibratoria más elevada y hacer subir varias octavas la escala musical en cuya frecuencia resuena el ámbito tridimensional de la esfera en la que se halla ahora el hombre, y así apurar la restauración del paraíso.

Paso ahora al modo, tal y como tengo capacidad para describir su complicadísimo mecanismo de funcionamiento. Comencemos por el poder de la imagen y la teoría de la visión y el amor.

La enorme cantidad de textos paridos por las más importantes imprentas de Europa -el texto más famoso, Amoris Divini Emblemata , impreso en Holanda- acerca de la teoría y el uso de empresas emblemáticas evidencia que los jesuitas tenían entre sus principales intereses la siembra y la cosecha en el campo de la mente humana. La imagen es el medio pedagógico por excelencia de la Societas Iesu, así como de las sectas secretas con la que tenían lazos de hermandad: una rama de los Illuminati y la posterior logia de los Giordanisti, cuyo fin, benévolo y filantrópico en la base, era el regreso de la bienaventuranza para el ser humano, la recuperación de la caída que se había instaurado para el hombre primordial microcósmico, el Adam Kadmón o mikroprosopon, por la caída y la abismación en el reino de la materia, según lo había heredado de los círculos florentinos. Los jeroglíficos caros a la Emblemática, furor en el barroco, eran imágenes para conmover y activar al alma, de origen egipcio, y venían siendo estudiados desde la exhumación del manuscrito que descifraba su modo de operar (sin intermediarios de significantes arbitrarios, tal como en el lenguaje discursivo común) en la isla de Andros: los Hieroglyphica de Horus Apolo.

La reforma del alma humana y su restauración eran factibles de realizarse a través del lenguaje jeroglífico de imágenes simbólicas preñadas de conceptos inefables para el discurso por sílabas de tiempo, el lenguaje verbal, y que reverberan directamente en el agua tranquila del ánimo por medio de las afecciones y sentimientos que excitan. Los Ejercicios Espirituales que Iñigo había esbozado en Manresa tienen esta base, y pretendían la transformación de los aspirantes a soldados de la Compañía en seres más elevados y dignos de la milicia a la que aspiraban pertenecer.

La manipulación espiritual a través de la imagen, supone que éstas sean configuradas según exactas proporciones (no toda imagen tiene la facultad ni la potencia para imprimirse en el alma y provocar mutaciones internas). Estas proporciones, con las que es necesario dotar a la imagen al momento de configurarla, fueron ya estudiadas por Luca Pacioli y Battista Alberti en sus tratados y aplicadas por Mantegna y Botticelli, y gestaron los cánones seguidos por todos los artistas renacentistas. Cuando una imagen tiene las proporciones correctas e invoca los conceptos exactos, es tremendamente potente. Levanta en la caverna del alma ecos que reverberan tan profundamente, que la idea evocada se asimila de un modo sorprendente, y aunque el cambio no es patente al principio, con el tiempo empieza a manifestarse, como una tinta invisible que aflora mediante procedimientos secretos.

Según Cornelio Agrippa y la tradición hermética renacentista, el Universo posee tres mundos concéntricos y encastrados, el mundo material espeso, donde crecen minerales, plantas y animales, y en el que el hombre se halla encarcelado después de su caída; el mundo astral o celeste, que es el ámbito de las máquinas rectoras que son los planetas y los astros arracimados en los jeroglíficos celestes de las constelaciones; y el hiperuranio, donde flotan las ideas, los arquetipos de las cosas en la mente de Dios en su forma más pura y perfecta, sin la resistencia de la materia, que es el origen mismo de la imperfección y del mal. Este último es la morada prístina del hombre primordial, y después de la ruptura que le hizo anhelar la entrada en la materia, la cuesta arriba para peregrinar de nuevo hasta allí le lleva normalmente diez mil años, si creemos al Fedro de Platón, pero según otros, muchos eones más. Un secreto no pequeño de las sociedades herméticas consistía en el descubrimiento de un gran motor acelerador de este proceso, por el que el hombre podía asimilarse al mundo astral de los movimientos de las estrellas, y de allí dispararse al hiperuranio, mediante la adecuación de su alma a los movimientos armónicos de planetas y zodíaco. Una vez que el alma hubiese adquirido los ritmos celestes, cronometrando su caos interno y devolviéndole el orden de las máquinas del mundo astral, la superación de los límites de la bóveda empírea sería fácil, pues el segundo mundo, el astral, no es más que una sombra del mundo supremo de las ideas. Todo consistía pues, en autorregular el reloj interno y acomodarlo al de planetas y constelaciones. Para ello, lo primero es incorporar este mundo cósmico y sus proporciones en el plano interno, y lo mejor para hacerlo es a través de imágenes bellísimas construidas matemáticamente, que entran principalmente por la vista, pero con mayor fuerza aun por el oído, si son armonías musicales.
Tal es la tarea de las imágenes y de las estatuas vivientes de los antiguos magos egipcios: recolectan los “modos” estelares y los vierten en salutífera cascada en el hombre, equilibrando su interioridad y elevándolo a las danzas de las esferas. El hombre que ha logrado este estado, escucha las campanas de la lejanía, en las que se cifra la armonía de las esferas.

La máquina misma del organismo humano está calibrada de tal forma que prevé la posibilidad de que los alumbrados que han descubierto este salvoconducto acelerador, lo puedan llevar a cabo. El ojo es la más espiritual de las partes físicas del hombre, y su misma estructura recuerda las esferas cristalinas que, en concéntrica disposición, reproducen las esferas vítreas del cosmos por las que se mueven los astros. El ojo, en la teoría de la visión activa del amor, no es un recolector pasivo, sino que envía un rayo agente a las cosas que anhela y luego este rayo rebota entrando de nuevo por el mar de cristal ocular. Hay una calibración arcana entre el ojo y el corazón, a 23 grados de inclinación. Tanto el nervio óptico, como la posición en que yace el corazón en la caja del pecho coinciden en los 23 grados de inclinación. Este paralelismo pone en comunicación a ojo y corazón para que vibren al unísono cooperando en la recepción y recolección de imágenes. El ojo recepta, el corazón recolecta e imprime en la fantasía. Si la imagen que penetra cumple determinados requisitos, llevará consigo un código que manipulará la fantasía y hará ritmar equilibradamente la vibración del ánimo todo. Este código encriptado en la imagen puede ser benigno o maligno, siendo este último caso la razón de existencia de los obsesos y de muchas formas de locura, sobre todo por amor, que devienen a veces en licantropía (completa absorción al estado animal), tal como narra Haly Abbas en el comentario de Constantino el Africano, en su De Melancolia. Pero si la imagen está, como dije, cargada mágicamente con energías basadas en las proporciones áureas o por distribuciones cabalísticas de luz inteligente, el resultado puede ser espectacular e inverso: completa absorción en el mundo espiritual. Una vez ingresadas las estatuas fantásticas al circuito de la vista y al percutir en el corazón, ofician como un gatillo disparador de las energías en ellas contenidas, permitiendo al hombre elevarse a sus configuraciones astrales y captar sus efluvios por medio de la visualización y fijación interna, de modo tal que el alma sea movida, para lo cual las imágenes deben ser cargadas con un afecto. La proporción de la que he hablado y con la que toda imagen mágica debe haber sido organizada es el número de oro (1,618, presente en los reinos mineral, vegetal, animal y en el hombre) que es el canon con el que el arquitecto eterno ha enseñado a construir a la naturaleza.

La imagen así grabada en la memoria y unida a una irritación o excitación pasional benigna, deviene acumulador del efluvio astral al que es afín la configuración propia de dicha imagen por su color, diseño, naturaleza (verbigracia: a Júpiter le son caros la púrpura y las imágenes regias y magnánimas) recolectando en el alma del educando por fascinación la energía de este astro; así, cuando la cisterna energética interior se vuelve una usina lo suficientemente poderosa, por sí misma echa a andar las ruedas y resortes del espíritu lanzando un envión ontológico en el alma que la hace receptiva a ascender a otros planos de realidad. En el cristal de su mente, y con el lente amplificador de su voluntad, es posible activar la clavija sutil para poner en funcionamiento el desarrollo veloz de la evolución espiritual humana.

Éste era el plan; éste su mecanismo de acción por imágenes bellas (además de sonidos, aromas y otros recursos) que se habían propuesto jesuitas y, antes que ellos, las hermandades precedentes, en su deseo de reestablecer el hombre a sus moradas originales, de su migración a órdenes ontológicos superiores, y de la restitución de la naturaleza angélica que el hombre debe reclamar por derecho propio.

Ahora bien, la naturaleza a la que el hombre debía aspirar era la que había tenido en el alborear de la creación del Verbo divino: una naturaleza sin contradicciones, preñada del equilibrio que después se dividió en dos fuerzas en conflicto, en resumen, una naturaleza primordial andrógina. Esto hizo recaer el plan barroco primeramente, en América, en las imágenes de los ángeles que, con su aspecto hermafrodita, simbolizan la prístina naturaleza equilibrada, en la que no existían conflicto entre contrarios. Sus formas redondas, los pliegues de sus mantos, sus mejillas ubérrimas, todo apuntaba en clave simbólica a la abundancia espiritual de la que son custodios y portadores. Se recurrió entonces a diseñar imágenes sabiamente trazadas, como las de los ángeles que son andróginos y no han caído en una sicigia degradada. Se tomó para ello los siete ángeles que se revelaron, como manifestaciones divinas, al beato Amadeo y que se corresponden, según Agrippa, cada uno con un planeta. Como estos siete arcángeles revelados al beato lusitano unían las influencias astrales a la intención del regreso al seno divino, se recurrió pues a sus imágenes sabiamente construidas por artistas versados en las proporciones esotéricas necesarias. Su ambivalencia sexual reflejaba también la androginia atávica del ser humano. Se construyó un emblema jeroglífico y los arcángeles fueron pintados con arcabuces, no como milicia guerrera y enemiga, sino porque el arcabuz tiene, si se lo lee como jeroglífico de la Emblemática según las reglas enseñadas por Horapolo y Valeriano, el sentido de una intentio de disparar -o de disparar la propia alma- hacia una meta y no errar: la divinidad. El arcángel arcabucero significaba así, en un lenguaje simbólico, el anhelo impostergable del alma elevada de autodispararse a la fuente de la que había surgido. Tal es la lectura correcta del arcángel arcabucero, clave de lectura usada ya en las doce llaves alquímicas de Basilio Valentín, donde dos arqueros disparan sus ballestas hacia el blanco que anhelan alcanzar.

Por todo esto se decidió, en la primera etapa del plan, implementar la reforma interna necesaria apelando a las imágenes de los siete arcángeles cuya existencia y rito había revelado a través de sus raptos y visiones el beato Amadeo, los arcángeles que son siete potencias de Dios, una versión sincopada de las Séfiras de la cábala. Los arcángeles habían aparecido ante Amadeo en 1460, durante su viaje a Italia, desde donde su culto y adoración se inflamaron como un reguero pólvora por el sur de la península, y desde Nápoles no les fue difícil hacer camino hasta España; hacía tiempo que estas prolongaciones de Dios, entidades fulgurantes destinadas a pegar fuego en los corazones sensibles, eran tenidas en cuenta como los guías del éxodo ontológico por los descendientes de la hermandad florentina original. De hecho el mismo Carlos Quinto, al nombrar, en 1526, siete ministros en atención a sus adorados siete ángeles, obedecía a este designio. Comenzó así el programa con la factura de los ángeles en el Cuzco y otros focos menores de difusión -como Calamarca- en las que se multiplicaron cientos de lienzos con la figura de los ángeles. Se configuró en ellos el emblema jeroglífico cifrando la intentio del anhelo del alma humana por el regreso a la divinidad de luz de la que había partido de la forma ya explicada, y sus nombres fueron variados a partir de la héptada original según análisis extraídos de la cábala hebrea .

El proyecto a través de la belleza que inficionaba, por la mirada y los otros sentidos, el alma divina del hombre, no se limitaba a los ángeles arcabuceros; toda Europa, desde el hermetismo y el renacimiento de Florencia, venía concentrando sus esfuerzos en manos de los artistas y filósofos iniciados en la verdad, para enfocar en la totalidad de los fenómenos artísticos y estéticos de la era barroca la consecución de su sueño. Tenebrismo en la pintura, castrati y opera barroca en la música -para mencionar algunos de estos elementos- hundían raíces profundas en Ficino; la camerata florentina había sido la pionera en indagar el efecto de los modos griegos y los acordes que, por medio de suscitar affetti, conmovieran el agua oscura del alma; y los castrati eran vivientes ángeles andróginos, espejo viviente de los arcángeles arcabuceros, que buscaban lo mismo por el equilibrio espiritual del que sus híbridas naturalezas externas eran reflejo; el Miserere de Allegri fue una conmovedora prueba de los logros de estos artistas. La ópera misma era el más elaborado y osado de tales emprendimientos; se trataba de una gigantesca maquinaria que operaba la atracción de influencias celestes por los acordes y armonías distribuidas en arias y recitativos, por los movimientos magnéticos y majestuosos de las danzas y ballets, y por los decorados escenográficos e ingenios móviles tales como esferas girantes, fuentes, carruajes y monstruos grotescos. Todo ello producía la aceleración de la evolución humana hacia la divinidad, que se iría dando exponencialmente hasta que, en algún punto de la segunda mitad del siglo XVIII, estallaría el éxodo a las esferas hiperuranias de la bienaventuranza. A decir verdad, toda la vida barroca estaba enfocada a despertar estas influencias sobre el hombre, y hasta las mismas poses , pelucas y vestimenta de los cortesanos -únicos que podían costearlas- estaban destinadas a nutrir y exaltar, con sus formas abundantes, sus brocados, sus encajes y sus sedas, más el uso iniciático del color, los maquillajes y las gemas, las partes del cuerpo con más emisión de energía, en una mímesis exaltadora de las cascadas energéticas de la coronilla, la cintura y los puños. La denodada búsqueda de embotellar influencias de planetas y configuraciones zodiacales benignas llegó al punto de que se pusiera especial cuidado en representar configuraciones astrales benignas en el rostro a través de lunares postizos, para atraerse la amistad de esas constelaciones.

En América, las fuerzas oscuras que se veían venir el triunfo de la luz apelaron, como siempre, a los pruritos y prejuicios: debía haber magia, y no de la mejor -rumorearon- en esa profusión de nombres extraños que decoraban las tarjetas enrolladas en torno de los brocados de los arcabuceros celestes. En Europa, el engaño se vistió del deseo de “más naturalismo y menos exageración” en el paroxismo barroco y su busca de la belleza divina perfecta. El clasicismo fue la mortaja del barroco.

Había además otro obstáculo, insalvable para la envergadura del plan: el problema era que la reforma espiritual por los ángeles y las proporciones en las que se encriptaban armonías astrales no era rápida. Las imágenes de los arcángeles arcabuceros no resultaban suficientes porque no había modo de hacerlas circular a gran escala, razón por la cual la hermandad decidió comenzar a operar, ya que no por la belleza y las proporciones trazadas en los ángeles, por la potencia de la cábala. La cábala opera a través del fluir de luz inteligente, la cual recorre senderos guiados por los trazos de las letras y los caracteres que, al modo de canales de circulación, difunden esta luz divina y la encauzan por volutas, rectas y cruces de cuya dirección se derivan resultados diferentes. Los guarismos distribuidores de energía de la cábala, en el diseño de las macuquinas, prometían mayor efectividad, no porque fueran más poderosos sus mecanismos que los de las proporciones y la belleza, sino porque permitían un medio de difusión más veloz y realmente masivo, que abarcaba totalmente el espectro de los seres humanos, tanto para alfabetos como analfabetos: la moneda. Circulante por las manos de todos las razas, credos, sexos y niveles de educación, la moneda de plata específicamente, tanto por la frecuencia vibratoria de sus átomos (hubiera sido más fácil con el oro, pero el oro no tenía la misma popularidad y penetración en todas las clases sociales como la plata) cuanto por el hecho de que ricos y pobres por igual manejaban las piezas de este metal.

Todo esto lo vi en un solo ramalazo de revelación, grabado como estaba en el corazón mismo de las monedas cabalísticas por mí visitado; luego se me mostró la parte que realmente tenían las macuquinas en la consecución de la empresa.

El fenómeno de la magia por macuquinas no era distinto de otro tipo de manipulación a través de la imaginería: los ángeles arcabuceros con sus truenos y rayos atesorados en sus arcabuces, sus plumas y redondeces, símbolo de su opulencia espiritual, no contaban con la rapidez con la que el cambio en la interioridad del espíritu podía darse a través de un medio masivo como el de las monedas. Fue por ello que se confió el plan a estas últimas y las disposiciones cabalísticas que detalladamente he explicado en el comienzo de este relato.

La solución era fácil para los iniciados en la manipulación del alma humana con fines luminosos. Cientos de galeones cargados con innúmeras arcas repletas de pesos de a ocho habrían de trazar rutas para tender estas corrientes de energía por todo el globo, y el talismán circulante enlazaría con sus energías a todo el planeta... un plan de proporciones cósmicas en la mente del mago al que la Corona había confiado, ilusionada, no ya el futuro de una España al borde del abismo, sino la evolución final de la vida inteligente en la tierra, y yo había descubierto que esos cordones vibratorios marítimos todavía se dejaban sentir, como tensos cables o puentes tendidos entre los océanos con el navegar de los pesados galeones... éstos eran, por supuesto, transportes de metálico para España, exotéricamente, pero esotéricamente ornaban el orbe con las cintas vibratorias de las macuquinas que transportaban, y la tierra era, poco a poco, enjoyada con collares astrales que cartografiaban y dividían las tierras y los mares, preparando el terreno para la monarquía del reino celeste; en otras palabras, el retorno del hombre a su naturaleza angélica.

Con todo el ingenio desplegado en su trazado y la genialidad de sus simetrías, las macuquinas tenían como función establecer cordones de energías que parcelarían los hemisferios del planeta con sus estelas vibratorias astrales: éste era el norte verdadero que buscaban tantos galeones transportándolas por los mares. La navegación, el transporte mismo de millones de estas piezas, más que su desembarco y circulación en España, como leen e interpretan algunos miopes, era el fin de la macuquina, que al ser remontada por los galeones por las superficies acuosas generaban y tendían los cables de su influencia y efluvios, para preparar el terreno y hacerlo apto al sembrado posterior de la orden jesuita. En puntos de gran energía debían depositarse millones de macuquinas, en tierra, pero sobre todo bajo el mar, donde se habían levantado los imperios atlantes que con su maldad habían hecho descender varias octavas la frecuencia vibratoria del hombre sutil, y lo habían precipitado al vacío, lanzándolo y encarcelándolo en un cuerpo espeso. En esos puntos de las planicies abisales marinas, cubiertos por fangos antiquísimos, aún yacían los viejos templos y esfinges de cultos impíos alimentados por la última y corrompida Atlántida, y sólo depositando cientos de vibrantes macuquinas podía contrarrestarse la acción arcóntica que estos templos y esfinges producían, sumiendo cada vez más al hombre en el materialismo y negándole así su retorno a la patria celeste, condenando a las almas a una interminable peregrinación por los mundos graves, en triste éxodo de un cuerpo a otro y sin poder transponer la puertas que llevan al alma al mundo de luz, que es su origen. Este camino está más allá de la faja de Capricornio, única salida de la cárcel astral del alma humana, que entró humedeciéndose -enseña Plutarco- por la faja de Cáncer y sus aguas, y sólo abandonará las mazmorras de la materia restituyéndose su naturaleza ígnea al secarse con el fuego de la cabra, Capricornio. Ésta era la acción enmascarada tras la farsa de los naufragios, pantomima montada una y otra vez, cuando se descubrían nuevas usinas submarinas atlantes generadoras de vibraciones maléficas, a las que únicamente la vibración atómica de la plata y el oro amonedados con cruces y otras figuras podía anular.

No había sido, pues, un proyecto económico el de las macuquinas talismánicas, como mis miopes elucubraciones me habían insinuado primeramente, sino una faceta de un plan universal que luego se había corrompido por la ciega sed de riquezas y las maniobras de otras fuerzas que también habían desembocado, más tarde o más temprano, en la caída de las monarquías europeas. Por eso la mente que estaba detrás de los cambios y de esta evolución que debía dar la raza humana para regresar a su estado paradisíaco primordial por la red de vibración de las piezas macuquinas con las columnas de Hércules y su inserta intentio de remontar las columnas en el jeroglífico estampado , y por los ángeles arcabuceros que representaban en realidad la puntería que cada alma debe tener en su intentio, en su enfocamiento del sol de la voluntad para disparar al centro del corazón de Dios, como jeroglífico de su anhelo de regreso a él, fueron anuladas. La sacra auri fames, la sed de riqueza personal de algunos inescrupulosos y los planes oscuros de los que pretenden mantener al hombre en tinieblas para siempre coartó este fantástico proyecto de una máquina barroca aceleradora, y por ello se fundieron para siempre en masa las macuquinas, y se prohibieron los íconos de los arcángeles arcabuceros y se confinaron al reverso de otras telas cuzqueñas o a la degradación de motivos de imitación para danzas carnavalescas bolivianas. Fue en 1767 que se asestó, escudado en la mano de Madame du Barry, el golpe de gracia. Una vez más se negó al hombre, por su ceguera espiritual, el acceso a las regiones que en eones tal vez logre reconquistar.

¿De qué manera, en definitiva, me fue revelado todo esto a mí, que sin ser un estudioso profundo de la historia colonial, simplemente admiraba la belleza de las monedas macuquinas y las coleccionaba? No lo sé; de un modo no racional, seguramente, porque todo lo que he relatado hasta aquí fue una mostración, una revelación por imágenes, por temperaturas, por fogonazos de luz. Tardé semanas en asimilarlo todo. Creo que la revelación instantánea, mientras yo dormía, se desplegaba en imágenes sucesivas, y luego, ya en la vigilia, yo masticaba, rumiándola, la organización lógica de lo que había presenciado.

No sin temblor he comprobado que todos los acontecimientos puntuales que se fueron armando en mi mente en tan vasta cadena de causas y efectos ha sucedido, y hay bases históricas para cada uno de los eslabones que menciono en este relato. Pero la unión que percibí en la visión mística que tuve, la concatenación extraordinaria que revela un plan cósmico hasta ahora no sospechado, la callida iunctura de todos estos hechos, es patrimonio exclusivo de lo que se me mostró mientras estuve dentro del paisaje onírico de la macuquina de 1688.
Duerme ahora, helada, en su gaveta de madera de cerezo sobre terciopelo negro... y presiento que en su mundo de atrás, su oculto mundo arquetípico, seguirán yendo a romper lánguidamente, contra la escalinata de gastada piedra verde, al pie de un templo derruido de dos columnas, las extenuadas ondas de un mar ignoto.


Diego Márquez

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