lunes, 30 de marzo de 2015

Construir a Dios La palabra para hijo en hebreo es ben, y su raíz revela una concepción filosófica muy rica y profunda. Procede de la misma fuente que la palabra binah, entendimiento y que el verbo construir, lebanot. El vínculo implícito entre entendimiento y construcción es la clave para entender la tercera séfira del árbol de la vida, porque binah alude a la comprensión analítica de las cosas, lograda mediante una arquitectura de pensamiento que construye en base a categorías y valores que discriminan desde lo más a lo menos importante y establecen a su vez una arquitectura del mundo. Por eso es en la séfira tercera, binah, donde sucede la creación del lenguaje organizado en letras, pues es la tercera séfira, y las raíces hebreas son mayormente combinanciones trilíteras, por lo cual se forjan y permutan en el seno de esta séfira, que funciona como forja del lenguaje organizado y estructurado, para permitir tanto la creación como la comprensión del mundo. Ben, el hijo, es así el resultado de una labor de construcción paciente, donde quien construye dispone y administra sabiamente toda su energía y su sabiduría para dar de sí el mejor fruto del que es capaz, una construcción partir del amor. Tal es el secreto y sabio vínculo, muy comprensible, que enlaza en una sola idea los concepto de construir, de hijo y de entendimiento, urdimbre que hace posible y legítimo el hecho de llamar hijos no sólo a nuestros descendientes, sino también a todo fruto de nuestro entendimiento, las piezas modeladas en el taller del alfarero intelectual cuyas producciones de arte pueden sin miedo ser llamadas hijos del artista, o hijos del sabio, con toda justicia. Es entendible, por todo eso, que aquello que emana y surge de nosotros sea algo que requiera de una amorosa labor de artesano, relación oculta y cifrada en la permutación o temurah de la frase de los salmos tzurí, mi roca, refiriéndose al Creador como refugio inquebrantable e inmutable, que rotando sus letras forma itzur, criatura, donde se entiende que toda la esencia del creador estará en su criatura, y que de cierta manera artesano y obra son dos caras de una misma moneda, verdad profunda e insondable solo vislumbrable bajo la luz de los arrebatos místicos. Pero más oculta y misteriosa aun es la idea mística y visionaria que hace la divinidad una construcción también. Parece impensable que quien nos crea, sea a su vez un constructo nuestro, y se trata de una afirmación que escandalizaría a cualquier lógica aristotélica inflexible y opaca. Proposición osada y hasta peligrosa, afirmar que el creador es formado por su criatura, pero no por ello menos cierta que la que acabamos de exponer, verbigracia, que un hijo es una edificación que vamos llevando a cabo y que tratamos de llevar a buen término empeñando en ello todo nuestro ser. En esta segunda proposición, que hace al creador un modelo a ser armado como mejor le plazca a su criatura, está involucrada la inversión de que aquello que deviene de nosotros sea algo que requiera de una edificación primorosa y delicada, a fin de lograr lo más bello que nos sea posible engendrar, y se plantea además que también creamos hacia arriba, creamos paradójicamente, hacia atrás, hacia arriba, a nuestra fuente-raíz, verdad que subvierte y destruye el anquilosado concepto aristotélico que establece una relación unidireccional entre causa y efecto. Hay una frase que intenta explicar el sentido y la necesidad de que exista el todo: Deus sitit sitiri, Dios tiene sed de que tengamos sed de Él. A pesar de su perfección esférica y su autosuficiencia, la divinidad necesita de algo: no estar solo, ser anhelado, buscado y alcanzado. Según esta idea, que algunos pacatos ciegos y heréticos tildarían de herética, la divinidad no está satisfecha con su esfericidad sin necesidades, y por esa razón crea el todo, para un solo propósito: que exista la criatura que lo busque, lo necesite, lo alcance y hasta que le dé forma. Dios, en el concepto de Isaac Luria del tzim tzum o restricción, se autolimita, se comprime, y hasta se autodestruye, podríamos llegar a decir, para que pueda existir el todo, que sin ese autosacrificio divino no tendría lugar, por decirlo de algún modo, para ser. Todo con un fin: ser alcanzado, ser percibido, ser amado. Dios sufre la inmensa soledad de su individualidad, y se inmola en una especie de suicidio parcial para que exista el ser creado (cuya forma más excelente es el hombre)de mod que éste a su vez lo reencuentre, lo reconstruya y lo resucite. La divinidad se desarma a sí misma para que nosotros, del mejor modo posible y en libertad, lo hallemos y lo reconstruyamos como si fuera un Osiris. Dios, en esta profunda línea de pensamiento, no sólo es el padre, sino que también anhela ser hijo, fruto de nuestra búsqueda por los senderos de la vida. Es la idea del extraño ser citado por Borges, el A Bao A Qu, la idea del lapis philosophorum alquímico en estado potencial, y del Dios-hijo que surge como Cristo nuevo y triunfante después de la muerte en el Gólgota, donde según la tradición se encontraba enterrado el cráneo del primer hombre, el viejo Adán. La divinidad se vuelve embrión potencial y latente a la espera de poder florecer del mejor modo posible en nuestro pensar, decir, obrar y sentir- Para finalizar, adhiero a este pensamiento de que el hombre es un sujeto activo d ela creación y socio cofundador, que crea y proyecta no sólo hacia el devenir, en nuestros hijos, sino que además cada palabra, cada acto que ponemos en práctica es un golpe en la forja de la vida que modela a nuestro Creador, llevando de la potencia al acto al Ser Supremo que se nos mostrará al final del camino, tal como nosotros -con nuestro decir, nuestro amar y nuestro obrar- hemos laboriosa y dolorosamente construido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario