lunes, 30 de marzo de 2015

Los indescifrables aromas de Oriente...

Los indescifrables aromas de Oriente...

Busco en los viajes un sabor a especias exóticas y maravillosas, de esos perfumes que llegan repentinamente al olfato y nos maravillan como un sortilegio de las Mil y una Noches... indescifrables, porque el cuerpo y la mente no pueden responder ante lo desconocido que tales aromas entrañan más que con el asombro, ese misterio en que nos deja sumido todo lo que nos entrega el rico Oriente, con sus minaretes, sus mezquitas, su abigarradas costumbres, y hasta los delicados caracteres de las letras arábigas, siempre felinos, gatunos, siempre al acecho desde su elegancia misteriosa.
Mis viajes a Oriente han sido más por los senderos de los libros que por los caminos reales de polvo y de arena, pero alguno he hecho, especialmente a El Cairo, y sobre ellos quiero escribir breves palabras, ante la generosa invitación de Iberia.
Perderme en las laberínticas callejas de un Cairo que huele a Edad Media, a karkadé, a flor de loto, esencias balsámicas y a musk, es una de las sensaciones más maravillosas que pueden serle regaladas a un ser humano, siempre y cuando esté sediento de lo bizarro y de la alteridad que lo aleja de su aburrido mundo cotidiano...
Mi profesión de traductor de griego antiguo y de experto numismático en las monedas que circulaban en tiempos de Ptolomeos y Cleopatras, en vez de enfrascarme en algún aburrido estudio de cuatro paredes me ha abierto (gracias a mi espíritu juvenil y mi personalidad nada tradicional) el apetito por lo extraño, por salir de las bibliotecas (en las que otros scholars se encierran, desventuradamente) en busca de los viajes palpables, o tras las pistas de alguna perdida joya faraónica en una oscura y recóndita tienda de Antigüedades...
Así, desdibujado deleitosamente entre el gentío hormigueante de El Cairo, en medio de felices niños vestidos con galabeya y sandalias, entre pavos, gallinas, cabras, burros y ovejas que conviven con los fastuosos complejos edilicios de Heliópolis, es como me gusta viajar cuando (como siempre) Iberia me ha transportado con la generosidad que caracteriza a su gente y sus aviones.

Y en esos viajes es cuando me he sentado a la vera de una rara y estrechísima mesita de lata, que sólo el Oriente puede pergeñar, a tomar un té de menta, o un fresco zumo de mango, en compañía de algún anticuario que me ofrece, un poco a escondidas y en una bolsa de plástico, su mercadería, unas pesadas monedas hechas hacia el 300 a.C., de pátina verde-nilo, que a veces descubro falsas, y otras veces deduzco auténticas, con mi ojo experto en esta clase de antigüedades.
Pero como sea, indescifrable sabor el de Oriente... el de sumergirse en los llamados de los imanes a la oración cuando la tarde de El Cairo lucha por recortarse afilada entre los agudos picos de sus minaretes, pero a la vez la densa niebla de una urbe gigantesca y diferente, impide a las formas definirse nítidas en la lejanía...
Como decía Lawrence Durrell, famoso viajero, con excelente poesía: Viajar es una de las mejores formas de la introspección... y en esa pasmosa paradoja está el gusto que siento por los viajes: el sabor inconfundible de los contrarios que, en vez de oponerse, se complementan: salir hacia afuera de mi mundo cotidiano, para encontrarme, misteriosamente, conmigo mismo.
Diego Márquez
Licenciado en Griego antiguo, Docente de literatura, Experto numismático y Aventurero incorregible.

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