viernes, 16 de marzo de 2012

Cántico de la Palmera

Cántico de la Palmera

Una de mis noches de revelación entre sueños, como suele ser mi costumbre, tuve una visión en la horas del sueño profético, ese que se despliega en el instante liminar de la madrugada blanca, el alba, cuando aún no ha despuntado el sol pero ya comienza a alborear el blanco fantasmal del primer crepúsculo, en medio de la irreal duermevela de las cosas.
Concebí entonces una visión de la palmera del colegio, esa que siempre me intrigó e incluso me inquietó con sus vaivenes fantasmagóricos, si bien en esta ocasión se me presento como una entidad benéfica y protectora, pero el poder de mi imaginación extendió las fosfóricas ramificaciones de luz relampagueante de la visión, y llegó a levantarse con coherencia en mi mente un mensaje bello y completo.
Parecía la palmera en mi sueño un surtidor místico, un raro aparato o alquitara de alquimista, con el poder de transmutar y rejuvenecer mi alma, en el verdeante renuevo de sus palmas jóvenes y frescas, que poco a poco iban reemplazando a las otras, ya caducas y grises… el espectáculo se me volvió análogo al mágico fénix de Alejandría, cuyo renovado plumaje bermejo y escarlata promete éxtasis de flamígera juventud, después de haberse despojado de las cenicientas plumas de su canosa decrepitud.
Recordé que en la lengua santa, el hebreo, palmera se dice tamar, y me asaltó aquel hermoso versículo del salmo, al que seguramente conocía muy bien Duarte Quirós, y que reza: El justo florecerá como palmera, Tzadiq ketamar ifraj, donde la palabra ketamar, como palmera, contiene para el explorador místico la palabra keter, corona, verdad que se le entrega como a un buzo una perla, de manera que aquella corona, cima del árbol de la vida, estaba representada por la palmera del colegio, cual un pináculo inmarcesible… entendí simultáneamente que hay una secreta hermandad entre las palmeras y las coronas, pues el follaje de aquéllas es como un triunfo coronado, una cabeza de gloria allá en lo alto, ceñida por la tiara de su propia lozanía y pujanza hacia lo alto.
Recordé también que tamar, en la secreta ciencia de los antepasados de Ignacio, constituye la sigla y el acróstico de las palabras Teshubah Mayim Rabim, es decir, la reunión de muchas aguas, y eso me confirmó su silueta de surtidor, reflejo en vegetal de los chorros de la fuente, que la roza y la salpica desde el corazón del patio; asombrado comprobé que la cifra de tamar es por gematria 640, la misma de shemesh, el Sol, y entonces vi a mi palmera un ser afín a un sol vegetal, pues su cabeza enhiesta se parece a un centro del que emanaran los rayos de la vida.
Con un escalofrío resurgió en mi memoria una hermosa lectura que supe hacer en la biblioteca del colegio acerca de dos grandes pintores, los hermanos Van Eyck, esos flamencos maestros de la luz y la vividez minuciosa de la realidad, hoscos habitantes de Brujas que habían vencido el plomizo cielo de su ciudad y habían viajado hasta el mediodía de España; los Van Eyck, en su tela Adoración mística del Cordero, habían plasmado el asombro de los paisajes granadinos y moriscos pintando las palmeras del sur de España en la escena en que los bienaventurados adoran al cordero sacrificial; y ese asombro motivado por un esplendor nunca visto de aquellos miniaturistas ante la vegetación mediterránea es la que me asaltaba contemplando la palmera del patio del colegio, en sueños.
Enseguida la visión se tornó más abarcativa, más fantástica y aventurada, pero al mismo tiempo mas coherente y complexiva.
Porque fue todo el recinto del patio el que se demostró como una recoleta miniatura que evocaba el ámbito del Cantar de los Cantares… al que debe haber frecuentado Duarte más d elo que muchos imaginan… sus elementos más característicos estaban allí: enredaderas que aludían a los amorosos zarcillos de las viñas, la fuente, la palmera y el ciprés.
Mi amada palmera retrataba el elevado talle de la Sulamita, con sus pechos como racimos, deseosos de ser prendidos por los tres dedos que recolectaran su dulce miel al asir sus frutos, el tronco era el talle de la negra doncella o el cuello de la dama del conocimiento, la novia divina y celestial, y aquel robusto ciprés, el kófer davídico, la madera del recio artesonado y de las vigas de la habitación nupcial del rey su dama, donde Salomón y su consorte morena se unirían nocturnamente, arrebujada ella en el pecho de él, y abrazándolo con un brazo por detrás de su cabeza, y el otro por debajo de su mentón; ahí estaba la fuente de aguas claras, el pozo de aguas saludables, maian jatúm, y todo el patio era el gan naúl, el jardín secreto y cerrado, y hete aquí que ahí estaban! eran Salomón y la Sulamita!, Duarte y la Moreneta!, el Rey y la Shejinah, la Presencia Divina, anhelosos de encontrarse y conocerse plenamente en los primores de su mutuo y apretado pernoctar místico!...

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