viernes, 16 de marzo de 2012

Del Soneto como verbo de la Divinidad

Del Soneto como verbo de la Divinidad

El octosílabo es, al parecer, la forma que adopta el lenguaje coloquial en castellano y en la mayoría de las lenguas. La extensión de ese metro basta y sobra para la escasa capacidad de la caja torácica y los pulmones de un hombre. Por eso se ha dicho que, naturalmente, el ser humano habla cotidianamente en este metro, y que por ello es el molde usual para el teatro en verso. Es el reflejo de la labor que en el teatro griego ejercían los yambos. Si midiéramos las oraciones de la charla doméstica, nos daríamos cuenta de que tienden, de manera natural, al arte menor en que se cifran las ocho unidades de voz que son sus sílabas. La estrofa infinita de octosílabos comparte el nombre, paralelamente, con el que se asigna a las lenguas vernáculas de la comunicación familiar, el romance
Pero hay un metro que no es propio de los hombres, que pertenece a la secta de los ángeles y de todas las inteligencias suprahumanas y celestes: el endecasílabo y su estrofa de número cabalístico: el soneto.
La divinidad ama, según pitagóricos y hermetistas, el número impar, y la proferición de una unidad oracional con número impar de sílabas es mucho más rara que una de versos pares. Los versos de once sílabas (incluso los de siete sílabas, incluyendo su doble, el lánguido alejandrino) no surgen naturalmente de la voz humana, ni la inteligencia pedestre traza, habitualmente, las líneas de su arado por versos impares. Por eso, los encajes del endecasílabo y el mármol del soneto responden a un nivel de existencia superior y casi inaccesible para las inteligencias ordinarias.
Correlato del hexámetro y su galope divino, el endecasílabo, de manera especial en la configuración del soneto, es la túnica única que revisten los altos pensamientos, las elucubraciones panorámicas de vasto aliento y de vocación celeste. Esto tiene incluso un asidero asible por la lógica (aunque el fuero de los versos de arte mayor sea la contemplación mística), a saber: es claro que el aliento naturalmente necesario para la proferición de cualquier metro superior al octosílabo escapa a la capacidad normal del hombre y necesita de una inspiración mayor. Los versos endecasílabos pues, son una forma oculta y esotérica de significar que quien los está profiriendo no tiene su inteligencia anclada, al menos durante el momento de su declamación o de su configuración, en el plano normal de la esfera terrena.
Hay un arrebato, un endiosamiento, una súbita posesión de la garganta y la mente del poeta por inteligencias que ya no recuerdan (si es que alguna vez las supieron) las exigencias de una caja torácica de carne, de una cárcel con barrotes de hueso. Sus operaciones son las propias de una mente que pace alturas etéreas, a las que, de manera exclusiva, encarnan los versos de arte mayor, ya no sujetos a las vicisitudes de la materia. Tal es la mímesis que coronan los endecasílabos ahora, y que otrora diademaron los hexámetros.
El soneto, además, amoneda pensamientos de naturaleza muy elevada que casi no condescienden a las regiones sublunares, porque su misma concepción escapa a las necesidades de las realidades bajas. Son éxtasis fugaces (en este plano) los que los recogen y los aprisionan, del mismo modo como la gloria del relámpago y del rayo sólo se toleran por un instante bajo la bóveda del cielo, y su trazo es un jeroglífico que tan sólo durante una milésima de segundo esgrime su rasguño en las oscuridades densas de la materia, pero cuyo ámbito verdadero es la eternidad.
El soneto permite encarnar estos raros vuelos de la significación congelándolos para el deleite de las almas puras encadenadas en planos inferiores, de modo tal que dichas almas alcancen una vez más a respirar sus aromas nativos y se consuelen de su destierro, sabiéndolo momentáneo, a pesar de las húmedas bajezas del lodo carcelario en que yacen, in hac lachrymarum valle.
Es sabido que todo encantamiento se produce por el verso, es sabido que todo poema imanta y atrae energías vibratorias de los mundos sutiles, e incluso de las realidades matemáticas y es así que, según se cuenta, curaba Empédocles, ejerciendo una inconmensurable majestuosidad diariamente, ya que se comunicaba sólo en hexámetros. También Heráclito pronunciaba sus verdades en hexámetros, y esa naturaleza áurea encarnó después en el soneto.
El hexámetro y los endecasílabos del soneto, que son su avatar posterior, tienen cierto poder para convocar y contener en sus redomas métricas las verdades de los mundos superiores, a la vez que las exigencias de sus hipérbaton e hipérboles encadenan sin deterioro alguno las paradojas de los esplendores supernos, reflejándolos de algún modo.
Hay paradojas, hay sesgos, hay vislumbres que sólo se vierten a través de –y tal vez gracias a– las exigencias con que la métrica obliga a disponer verbos, adjetivos, construcciones y giros que el lenguaje cotidiano no puede hacer comparecer de ningún modo. El soneto lo logra por una especie de casualidad que en realidad es causalidad. Acciona los mecanismos más sutiles de la cábala y las ruedas de la programación misma de la realidad de un modo mágico y secreto. Los versos sublimes que pule el plectro del soneto esbozan reverberos extraños, de entes desconocidos e insospechados en el plano de la materia, que no pueden asirse más que de modo inconsciente, y no pueden llamarse a voluntad sino que, simplemente, las pocas veces que ello sucede, se dan, se presentan por propia voluntad, vertiéndose en hallazgos, exhumaciones del tiempo en que la naturaleza adámica no se había precipitado desde el mundo de los arquetipos.
La búsqueda de la rima, de exigencia durísima en el soneto, invoca este tipo de resonancias arcanas y esotéricas, que trascienden la voluntad consciente del poeta, y resplandecen con gamas tornasoladas, opalinas y translúcidas, confiándonos con velados susurros, misterios eternos.
Sólo la prohibida y casi olvidada ciencia de la cábala, con sus oscuras permutaciones, sus rotaciones y anagramas, sus gematrias y sus notaricones, logran este mismo género de revelaciones, al forzar en cubiletes portentosos el azar del verbo humano y acercándolo a la luminosa necesidad geométrica (pero absolutamente libre y creadora) del verbo divino. A esto se acerca el arte del soneto, y de manera general, el arte de los versos.
Por accidente, se diría, significa la lengua amonedada en versos aquellos resplandores de más allá de la bóveda urania y las procesiones astrales de los planetas, el mundo eternamente viviente y constante de los números y la geometría en que se ha trazado a las formas de la materia.
Un soneto es un conjuro, un ensalmo, una idea del mundo hiperuranio, la única manera idónea para ensillar con su forma pura las indómitas voces de la Divinidad, tunicadas de verdad, de belleza y eternidad.
Sólo el soneto permite hoy en día, como mantram que es de altísima vibración, expresar y enseñorearse de aquello que cantan las resonancias estelares, las bienaventuradas danzas de los seres celestes, fijadas en la cruz del número preciso.
El soneto encadena bellamente a los dioses, refleja la sirena o monocordio de las turbinas de los querubines, las batallas de los arcángeles contra el horrísono vendaval de la perversidad y la desconfiguración, y con su santidad plena de belleza y armonía, hace temblar a los diez mil mundos, como lo hace la plegaria lúcida y sincera de un corazón límpido.
El soneto retrata las inflamadas alabanzas de los serafines en sus peregrinaciones circulares y arremolinadas, en torno del centro incógnito y todopoderoso del ser. El largo aliento del soneto, como otras pocas manifestaciones majestuosas del arte humano, abarca y contiene la penetración de la chispa divina.
El soneto es análogo, en su matemática áurea, al patrón que late en la disposición de las piñas de las coníferas, del abrirse de las convolvuláceas y del rostro humano, que también es la cifra del arremolinarse de las galaxias, y de la rosa perfumada angélicamente en el cabello de los niños… al soneto lo ciñe el délfico decoro con que procedían los coros danzantes de los cretenses, siguiendo un patrón que ritmaba un laberinto de mosaico en el piso, según el cual los jóvenes y las doncellas evolucionaban por movimientos armónicos, al tensar o soltar hilos que llevaban y entrelazaban entre sus dedos delicados.
Largo aliento el del soneto… exigente de pulmones con respiración suprahumana que inspiren éter, metro de la exaltación y el entusiasmo delicado, divino.
La energía que exige la construcción del soneto no es posesión del poeta ni es manejada por su voluntad consciente, sino patrimonio exclusivo de entidades que moran en horizontes de mundos matemáticos, cuya perfección nos resultaría inimaginable, entes que bajo nuestro cielo sólo pueden manifestarse por arreglos de números y disposiciones tales como cuadrados mágicos, o caracteres de arte notoria, sellos que encauzan por circuitos el fluido de la eternidad, y por mediación de quienes el soneto deviene taquigrafía de esa palabra única en que la eternidad cifra sus pirámides sonoras.
El soneto es la forma en que se amonedan la verdad y la profecía, así como en hexámetros se pronuncian los verdaderos sueños proféticos, así como los oráculos de las estatuas memnónicas cantaban al amanecer sus concéntricos círculos de sonido emanados desde las profundidades de sus pechos huecos, cuando el sol naciente calentaba su bronce. Tal es la vena del soneto.
Los temerosos hindúes intentaban silenciar la potencia demiúrgica de la palabra que manejaban algunos raros iluminados, arrancándoles uno o dos dientes, para confundir así la perfección de su verbo… sea que lo lograsen o no, en nada pudieron acallar la potencia del verbo divino, ni jamás podrá ocultarse a los oídos sutiles la impostergable verdad de que la poesía es el agua de los reinos de la luz, y que su forma más pura, su hijo amado, el soneto, es la risa infinita de la divinidad… del mismo modo en que las cumbres del Himalaya son la sonrisa de Shiva y sus nieves eternas, el calor del infinito.

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