viernes, 16 de marzo de 2012

Megalopsia, ouranoblepsia, opistoblepsia y catablepsia

Megalopsia, ouranoblepsia, opistoblepsia y catablepsia

Es justamente en el siglo XIII, el siglo en que los fantasmas y el pneuma de que éstos están hechos, son juzgados como autores del amor, el éxtasis, la memoria y la misma pasión por la vida vertiéndose hacia la divinidad, que surge un nuevo canon de belleza para la mujer y los cortesanos “incroyables”, los beaux Brummel, los dandys de la época: el uso de la belladona como narcótico, pero que paradójicamente no pareciera buscarse conscientemente -en este caso- en calidad de psicotrópico disparador de estados de conciencia alternativos, sino por un efecto exterior, que superficialmente se evalúa como embellecimiento cosmético: el efecto de la megalopsia. La belladona consumida en dosis suficientes tiene como efecto que las pupilas se distiendan y dilaten, abriéndose desmesuradamente y haciendo que los ojos de un sujeto, para quien lo contempla, se vuelvan tremendamente grandes y cambien radicalmente la expresión del consumidor de la belladona. El efecto así bautizó la planta: se juzga atractiva a la doncella que se ha servido de este afeite químico, y bello el mismo influjo producido sobre sus dilatados y asombrados ojos: bella-donna. Sin embargo la vocación puramente exterior de esta planta se revela cosmética no sólo para la exterioridad puramente física del sujeto devenido objeto en la contemplación del otro, sino para el sujeto mismo.
La megalopsia es sólo un efecto de la tormenta interior del coqueto que ha condescendido a disparar el resorte de la dilatación ocular y que está padeciendo sus efectos: un estado en que, unido al sopor, todo se ve más grande; las formas de los objetos cuyos fantasmas son inmediatamente erigidos por el sentido fantástico en la primera cámara del cerebro después de pasar por las siete túnicas oculares -ahora trocadas, alteradas por el jugo de la planta- penetran con más facilidad a través del ojo y generan, agigantados, fantasmas mucho más poderosos. El coqueto se ve impresionado por los objetos más sencillos, que se le vuelven prodigiosos. Fertilizante de sus jardines internos, los percusivos fantasmas generados por una visión hipersensibilizada por efecto del jugo, se siembran con mucha más fijeza en el campo de la memoria, y el imaginario del sujeto florece de un modo atroz: sus laberintos internos de la memoria se pueblan de estos ídolos de inusitada maravilla, a la vez que, por eso mismo, ellos se adhieren con vigor indeleble. El sujeto ha logrado una inversión de su fantasmática cosmetología. No sólo él, como usuario y pasivo receptor del efecto megalóptico de hyosciamina, se ha embellecido para el ávido ojo de quien lo contempla y disfruta el químico maquillaje, sino que, al ser él también sujeto de un proceso de visión, recepta la imagen de quien complacido lo contempla, embellecida y retocada. El fantasma de todo lo que contempla se embellece y entra en su fantasía en grand apparat. No es, pues tanto un maquillaje de sí mismo para verse atractivo ante quien lo contempla, sino que el espejado juego narcisístico es mucho más perverso: el uso de la belladona se convierte también y especialmente en un maquillaje de los otros, para que pasen a poblar sus estancias internas teratológicamente magnificados, y conviertan sus alcázares mnemónicos en delicados apartamentos amueblados con delicadas joyas, en miniaturasde resplandeciente y flamígero color. En soledad, la conversación con estas estatuas químicamente enjoyadas le será de más disfrute de lo que han sido las conversaciones furtivas con los insípidos prójimos reales, reinventados en un baile de máscaras -esta vez sí- perfecto.

II. Así como la megalopsia es el término para referirse a un fenómeno fantasmático considerado desde su perspectiva fisiológica, podríamos rebautizar, respectivamente, ouranoblepsia al éxtasis, opistoblepsia a la manía por la nostalgia y catablepsia al fatal abandono en la desesperación de la acidia y de la melancolía. En el primer caso porque, como el famoso pez que vigila tanto el agua que lo circunda para no ser presa de algún otro voraz habitante de las ondas, cuanto el aire que le es ajeno en busca de insectos que apresar y logra esta bilocación por medio de sus ojos divididos por la misma superficie del agua, compartiendo el ámbito aéreo y el acuoso y quedando al ras de la superficie, así el místico intenta comunicarse y, de cierto modo, apresar la divinidad que le es ajena a su ámbito de exilio por una mañosa costumbre de dirigir todas sus potencias anímicas a la contemplación interna, pero aferrado irremediablemente a la carne que habitará hasta su muerte. Se asoma unos instantes al otro lado y caza, cuando puede, un rayo del nivel ontológico máximo al que aspira, fundiéndose momentáneamente con la divinidad, y por eso su vigilancia y anhelo parece pedir el jeroglífico del pez ouranoblepas. Incluso la mímesis roza lo físico, pues irremediablemente el místico en éxtasis, aunque no por ello logre su objetivo, pone los ojos en blanco y fuerza sus órbitas hacia arriba, extraviando la mirada en una tensión que rubrica su pasión por lo superior. En el segundo caso, porque la opistoblepsia –opistos en griego: invertido, hacia atrás- es una metáfora del anhelo por el pasado que siente el nostálgico, el cual, en su deseo por desandar caminos que cree errados o por arribar a costas que le duele haber abandonado e intenta mirarlas a contramano del imparable dardo del tiempo que navega hacia delante, vuelve sus ojos a la rememoración. Finalmente, la catoblepsia, el mirar hacia abajo, símbolo del abandono y la renuncia por la búsqueda, que cuando más extraña se siente a lo que suspira por haber perdido, recobra nuevamente por súbita e insospechada ouranoblepsia de los sentidos internos, y siente que los ángeles lo vienen a rescatar ex hac tenebrarum valle.

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