Del Lenguaje como tabernáculo de la Presencia Divina
y acerca de la estructura orgánica de la realidad verbal y material
La concepción hebrea de la Creación y de las palabras merece una reflexión profunda, e incluso un parangón con las concepciones de la palabra y la escritura tal como las entendió la civilización griega, que tomó el alfabeto semita y lo readaptó según su forma de pensar.
Comencemos diciendo que es una y la misma, en hebreo, la palabra para palabra y para cosa: dabar. Este vocablo asimila las palabras y las realidades físicas en cualquier plano de manifestación, de manera que, en realidad, refiere a todo l manifestado, todo lo creado, sea que se lo mencione como verbo o como concepto, sea que se lo tome como realidad (que no es otra cosa que la palabra divina, de manera que hay una identidad de esencia entre cosas y palabras, y unas son deductibles de las otras) de manera que las cosas son palabras en un plano de manifestación diferente, y las cosas a su vez son verbos pronunciados por la divinidad de manera plena y con una perfecta manifestación, que incluye su existencia en los mundos que les corresponden.
Por otro lado, debemos reflexionar para entender plenamente nuestro objetivo, que la concepción de cuerpo y de existencia corporal sistémica en hebreo está ligada a la existencia de una complejidad armónica formada por miembros y órganos, cada uno de los cuales, en el caso del cuerpo humano, es asimilable a un hueso recubierto de carne.
El hueso es la garantía de que hablamos de un órgano o de una parte sustancial de un cuerpo como un todo, por eso los miembros del cuerpo humano son tantos como sus huesos. De allí la tremenda importancia que para la Sagrada Escritura tiene el concepto de hueso. Estos huesos no deben ser entendidos como existentes solamente en el plano vulgarmente llamado material o físico, sino que este plano es un mero reflejo de otros más elevados niveles vibracionales de existencia, de manera que la existencia de los huesos en el mundo físico implica, de manera especular, la existencia de esos mismos órganos (y sus huesos estructurantes o raíces) en mundos más elevados.
El cuerpo humano por lo general, está entendido, en el caso de cuerpo masculino adulto, como un conjunto de 248 huesos, que son asimilables a los 248 mitzvot positivos de la Torah.
Una vez aclaradas y verbalizada estas cuestiones, podemos pasar a entender las creaciones que el Creador realiza a partir de su palabra. Cada palabra es una cosa., un cuerpo, un ser existente, un concepto real que ha sido creado. Por eso, si cada palabra es equivalente a una cosa, deberá contar con sus respectivos órganos, y éstos serán tantos como sus huesos.
Los huesos de las palabras, en hebreo, son las consonantes que coagulan y que sientan las bases del concepto mismo, dándole su especificidad y sus características esenciales. Son concentraciones o solidificaciones que el Creador realiza y estructura, engendrando esas realidades.
Generalmente estas raíces son trilíteras, con algunas excepciones. Estas consonantes son los huesos de las palabras, sus partes rígidas, los cimientos, las nervaduras que las mantienen en pie, sus columnas.
Pero serían algo muerto si no circulara la misma Divinidad por entre ellas. Es el ruaj. El ruaj son las vocales, que son lo opuesto a esas coagulaciones consonánticas (cuyo grado de dureza es variable). El ruaj no puede ser congelado, debe circular, es la vida misma, la sangre-vehículo del pneuma o espíritu que circula por entre los huesos consonánticos. Por eso la notación de la escritura semita veda fijarlas, y su interpretación puede variar. Lo que no puede variar son las consonantes, ellas son la porción de fijeza de cada realidad que ha sido forjada por el Creador.
Algo análogo sucede para el cuerpo humano, divino templo del Espíritu Divino. La sangre circula llevando el oxígeno, que es el pneuma que da vida y aporta su luz (recordemos que las palabras luz y aire en hebreo son la misma, or, con un cambio de vocalización que permite leerla ya como or, ya como avir) por los órganos de todo el sistema, de toda la construcción, de todo ese sagrado templo.
Lo mismo sucede con las palabras del lenguaje. Son cuerpos formados por huesos consonánticos sólidos y estructurantes, invariables (pero que pueden rotar posiciones) entre los cuales sopla el espíritu de las vocales. De manera que cada vocablo es una mixtura de gevurah (solidificación, las consonantes) y jésed (fluidez, las vocales).
Por ello, el hebreo nunca anota de manera invariable las vocales en el cuerpo mismo del texto y su vocalización puede variar, variando el sentido, que es como una brisa, un soplo que se abre camino por entre los árboles o columnas basales de las consonantes -ellas sí, inmutables- que dan coherencia a todo el texto.
Es interesante ver cómo justamente las consonantes que menos rígidas son, las que se denominan semiconsonantes (la aleph, la hei, la iod, la vav) son las que participan del Nombre Divino. De manera que para nombrar a la Divinidad, Lo más fluido y libre, debemos utilizar las consonantes menos rígidas, las menos condensadas. Por eso el Tetragrama está formado íntegramente por estas letras, las cuales a su vez, individuamente, remiten al Nombre Divino. Incluso la ayn (que no es sin un reverso de la aleph) participad de esta fuerza divina de una manera especialmente clave en la conformación de muchos vocablos importantísimos en e diseño de la realidad.
Qué diferente la concepción indoeuropea, y qué materialista, en comparación, el concepto griego, cuando toma las letras del alfabeto semita para adecuarlo a sus vocablos, porque cristaliza las vocales, mata el espíritu, les asigna grafemas específicos y las incorpora a la caja del renglón, a la misma altura de las consonantes, no por debajo y por encima como los signos utilizados por los masoretas hebreos, de manera que congelan un texto (que por esencia debe ser una estructura flexible) destruyendo desde el comienzo su vida, e impidiendo no solamente su interpretación, sino su agilidad estructural necesaria e imprescindible para que respiren y tengan vida. Tan craso error se comete al adaptar el alefato semita a la lengua griega, lo cual se hace convirtiendo los signos de algunas semivocales semitas en signos que convencionalmente se asignan para las vocales puras.
La estructura de esa célula viva que es el lenguaje, pierde su equilibrio de sodio-potasio, y se anquilosa en una estructura rígida, una estatua, un ídolo, un objeto de idolatría inmutable y dogmático, sin ojos que vean, sin manos que toquen, sin boca que realmente hable, sin el corazón que bombee ruaj por toda la realidad de la sofáh (lenguaje en hebreo y 385 por gematria), en donde se asienta y por donde circula la Shejinah (Presencia Divina, vocablo que vale también 385), de manera que la escritura mata a la palabra.
Por eso la estructura misma de las palabras de toda lengua se asemeja a un tabernáculo, formado por columnas fijas (los estandartes sólidos de las consonantes) y por entre los cuales flamean las túnicas y cortinados movidos por el viento o ruaj de las vocales. Cosa que la escritura hebrea recrea maravillosamente con sus vocales adscritas, suscritas o adscritas (al medio, arriba o debajo de las consonantes) y que siempre son puntos y rayas (nequdot y qavot) mientras que la estructura de las palabras en las lenguas indoeuropeas las fija y mata ya desde su nacimiento.
De acuerdo entonces con la estructura misma del lenguaje humano en general, la realidad de las palabras que conforman los conceptos es asimilable a un tabernáculo donde hay partes rígidas, las consonantes, y partes de libertad, el espíritu libre que circula por las estructuras consonánticas.
Esto lo representa bien la escritura semita, no la escritura indoeuropea (alfabetos griego y latino).
Pero si, por otra parte, consideramos la estructura misma en que trabaja la inteligencia, también podemos dar la forma de tabernáculo a la dinámica en que cambian las estructuras sintácticas, los movimientos y danzas de los conceptos en la lengua hebrea, y no así en la dinámica misma de las lenguas flexivas indoeuropeas.
Aquí el juego de analogías entre lengua hebrea-lenguas indoeuropeas es de tabernáculo-árbol, con algunas pequeñas excepciones apofónicas en las lenguas indoeuropeas donde el movimiento de la apertura vocálica sí varía al modo del hebreo, pero en contadísimas excepciones. Veamos por qué.
La mayoría de las variaciones que reproducen en las flexiones nominales y verbales del hebreo, obedecen a apofonías internas vocálicas que dejan generalmente incólumes a las raíces consonánticas, con algunas excepciones, pero la regularidad con la que tal fenómeno se presenta, eleva a principio estructurante de su mecanismo de movimiento esta ley apofónica interna. Cambios, desapariciones y apariciones de nuevas vcalizaciones internas nos remiten a los accidentes gramaticales en el hebreo. Las raíces, salvo el añadido de algunas semiconsonantes como la vav o la iod o de desinencias o prefijos para algunas personas verbales, es se mantienen.
De manera que la raíz de las palabras conserva su fijeza aún mientras las vocales soplan por entre sus columnas. De manera que las rotaciones de la inteligencia en el lenguaje hebreo se manifiestan incluso con la permanencia de las raíces. Por eso el sistema mismo y la esencia de la lengua hebrea es la de un tabernáculo fijo, pero a la vez no hermético ni cerrado, por cuyas columnas se mueven las gasas de los cortinados vocálicos y las vocales airean los recintos de esos palacios.
En las lenguas flexivas indoeuropeas, la manera en que rotan las ruedas de la inteligencia para expresar conceptos se parece más a una serie de engranajes con mayor dureza. Porque cada palabra, en vez de parecerse a un templo, se parece más bien a un árbol. Y ello porque podemos encontrar una diferenciación mucho mas dura entre raíz y desinencia. La raíz será invariable tanto en sus consonantes cuanto en sus vocales (y por esto es menos ágil que la lengua hebrea) salvo contados casos de apofonía.
Lo que va cambiando como un juego de engranajes que gira y que se acomoda de acuerdo con las palabras adyacentes para establecer la coherencia textual serán las desinencias, que varían y se unen mediante vocales de unión a las raíces fijas. Por eso cada vocablo y la danza misma de la sintaxis indoeuropea se parece a un conjunto de árboles, donde las raíces están fijas y no cambian, y sólo la parte final de la palabra (a diferencia de los vocablos semitas, que cambian internamente y mantienen una fluidez para todos sus elementos vocálicos) se manifiesta solamente hacia el extremo posterior de las palabras es decir, es comparable a un follaje arbóreo, así como la estructura de los árboles por lo general sólo es flexible y blanda hacia sus extremos superiores, mientras que el tronco y las raíces son rígidas.
Sin embargo, en ambos casos asistimos, si realizamos una reflexión sobre la manera en que funcionan los movimientos en los reinos intelectuales, a rotaciones de ruedas, que involucran a todo el vocablo en el caso de las lenguas semitas, y cuyas raíces fijas serían como los ejes, mientras que en el caso de las lenguas indoeuropeas asistimos a ruedas dobles, donde cada palabra sería un engranaje formado por una rueda giratoria (la desinencia que varía) unida a un soporte fijo (la raíz solidificada).
Reflexionando ahora sobre la apertura interpretativa que permite la lengua hebrea en los textos sagrados, ello se deduce de un salmo, el 62, cuando expresa: Ajat diber Elokim, shtaim zu shematí (un avez hablo D’os, dos veces he oído esto yo).
Por otra parte, un juego cabalístico interesante es el que alude a la paradoja de fijación-soltura y destino -libertad que permite la lectura de un texto, incluso cuando ya se lo ha plasmado por escrito y la libertad de perfeccionamiento del hombre a través de su libre arbitrio por encima de un determinismo asfixiante.
Este juego es el que se observa en los términos hebreos jarut (libertad) y jerut (tallado). Tanto para el Texto Sagrado, como para el libre albedrío humano y para la soltura que permite concebir al Universo y a su Totalidad como un organismo en perpetua evolución y movimiento (armónico, danzante por ondulaciones), la Divinidad se halló entre el dilema de tallar algo prefijado (en cuyo caso sería inamovible y artificial, como una pieza inservible de museo inservible) y hacer algo demasiado volátil y sin reglas (que se disiparía y disgregaría en la nada).
Pero resolvió la cuestión salomónicamente. Pues aunque lo que hiciera debía ser tallado, mediante una paradoja magistral: talló justamente eso: la liberad… la Creación debía ser esculpida si o sí, debía ser trazada, planificada, plasmada.
Ahora bien, lo que el Creador esculpió fue justamente eso, la característica principal de la Creación toda: su libertad.
Esa es la libertad que la lengua hebrea permite y que abre la Torah a infinitas interpretaciones, lo cual permite afirmar que se renueva para cada generación y que está siendo creada permanente y eternamente, como toda la obra divina (recordemos el Salmo 2: Hijo mío, yo te engendré hoy) y que una sola cosa es fija: el cambio como intuyó también Heráclito, para redimir al pueblo griego de sus fijeza materialista e idolátricas, cuando habl´del fuego como el Logos que, permanentemente cambiante, prende fuego a los templos y a las pirámides enclaustradas y herméticamente cerradas, y que destruye las dogmáticas estatuas marmóreas de los pensamientos anquilosados.
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