Hallazgos inquietantes
Las etimologías, el crisol, la cábala y su tseruf combinatorio, la arqueología, las casualidades y las serendipias revelan lo que se halla oculto, pero que también fue planeado.
Cuando tenía seis o siente años tuve un sueño extraño, lo recuerdo del siguiente modo: El paisaje (lo supe años después), era del tipo que se ve en los dibujos chinos donde el artista se complace en las formas caprichosas de las ramas de los árboles y las rocas. Allí, a la vera de un añoso tronco, que crecía en el medio de un pequeño lago disecado, yo me acercaba y comenzaba a desenterrar cosas que afloraban de entre las costras del barro ya levantado en escamas: había todo un suelo azulejado, y eso me producía una extrañísima sensación de algo fuera de lugar, algo misterioso: que en un sitio aparentemente natural, debajo de la tierra, a pocos centímetros, hubiese algo hecho por el hombre, yo no podía entender cómo era posible tal cosa. Eso me arrancaba de la realidad, me creaba el gusto de lo increíble, de lo asombroso y lóbrego a la vez… de que generaciones de hombres habían vivido en tiempos desconocidos en pasados remotos; me descolocaba hallar capas de cultura fosilizadas bajo capas de naturaleza.
Se veía que por debajo de toda la cuenca barrosa, había habido ese azulejado de color celeste claro, y tal cosa sólo había quedado semivisible debido a que la laguna se había desecado, de otro modo, era algo completamente oculto y desconocido a todos. Yo me había acercado a ese lugar, y había sido el destinatario de ese conocimiento perdido. Comenzaba luego a escarbar y aparecían cosas: no recuerdo qué objetos, pero pequeños; peines, creo que eran peines, eso me producía más asombro, todo a la vera de ese añoso árbol decaído, enervado, lúgubre, como si se tratara de un inmenso sauce muerto. Muchas veces debo haber tenido sueños similares, de los cuales en este momento recuerdo dos: uno, cuando estaba por entrar en el colegio Monserrat, después de haber recorrido por primera vez su patio principal, soñé esa noche que excavaba en el cantero de la palmera y que allí encontraba una veta (como una vena mineral) en la que se perfilaban innumerables conchas de caracoles, todas de color marfil, como si se tratara de greda, y ahondando en la brecha, seguían apareciendo, como si todo el subsuelo, todo el sostén de la realidad, estuviera formado por ese colchón infinitamente profundo de delicados caracoles en espiral y conchillas secas.
En otra ocasión más temprana de mi infancia, cuando la realidad se confunde con los sueños, y a veces lo que hemos soñado nos parece que nos ha acaecido realmente, cuando aún está tierna la barrera entre la vigilia y las escenas oníricas, soñé que, camino del hotel donde pasaríamos las vacaciones, llegábamos en el modesto auto familiar a un pequeño y extraño poblado rural de Córdoba, que tenía como característica particular que, hacia la calle, cada casa tenía como forma de dudosa ostentación una rústica maceta de tres patas, gruesa y tosca, y que yo me daba cuenta de que en muchas de esas macetas, casi a ras de la tierra, había disimuladas grandes cantidades de monedas de la época colonial, esperando pasar desapercibidas por toda la eternidad pero, a la vez, anhelando que alguien las desempolvara y llevara nuevamente a la luz; y se me revelaban a mí, que me complazco y siempre me he complacido (y que soy plenamente consciente de ese deleite) en deambular ensimismado cavilando maravillas y portento en las soledades que son propicias a la revelación de la intimidad y la luz interior, como un narciso que se ejercita en la contemplación de su imagen en los suaves y tranquilos estanques del espejo del alma .
Después, a mis nueve o diez años, me impactó un árbol vetusto que vi en un cómic animado de la televisión, que tenía el don de la palabra y que le comunicaba trabajosamente a un héroe que entre sus raíces más profundas había cofres y cajas con milagros y recuerdos de épocas pretéritas, entrelazados con esa cohesión que casi asimila materias y que, asombrados, vemos en las enormes raíces que sofocan serenas cabezas en meditación nirvánica en la ciudad perdida de Angkor Vat.
Ya en mi adolescencia, recuerdo con asombro la maravilla poética que me suscitó el comentario de un amigo, quien había leído en algún libro -que ninguno de los dos recordamos-, que las playas de los mares del norte, las mareas suelen dejar en la playa el regalo de ignotas monedas vikingas, que yacían dormidas en los barrosos fondos, pero que el reflujo de las mareas sacaba de sus insondables e inaccesibles lechos de ciegos abismos, para devolverlos a la luz del sol y para que algún ensimismado caminante solitario pudiera descubrir, recolectar y guardarlas quizás como un tesoro a él confiado por la providencia.
Pasó el tiempo y aprendí que, a veces, la marea deja en las playas del mar báltico trocitos de ámbar en los que suelen encontrarse insectos del jurásico en su interior, congelados. Los antiguos que encontraban estos fósiles no entendían el modo de su formación, y que en el mar yacían bosques de coníferas que sesenta millones de años atrás cobijaban hervideros de hormigas, mosquitos, escarabajos y seudoescorpiones, y creían que esos seres se engendraban en el ámbar mismo, nacidos ya como reliquias inexplicables en sus senos de resinosa miel, bajo el mar, como anomalías sobrenaturales, en una especie de museo de las formas vivas, pero subterráneo, o mejor dicho subacuático.
No sin causa me resultó tan enigmático y evocador aquel verso de Virgilio en el que se mentan las corrientes subterráneas del río Simunte, cuyos abismos lentamente revuelven cascos y escudos herrumbrados de tantos hombres caídos en la guerra (Eneida I, vv. 100-101), o cuando en el mismo poema, con horror, se recuperan, arrancados de la tierra junto con unas raíces anormalmente esponjosas (como si hubieran adquirido por contacto con el cadáver la consistencia callosa o cornácea de las uñas o la barba de los muertos, que siguen creciendo póstumamente, indiferentes al deceso ) los pútridos restos de Polidoro, horriblemente asesinado (Eneida III, vv. 26-48)., y un licor infecto y espeso que antes había sido su sangre, cuyo cadáver yacía en lo profundo de la tierra mordiendo una venganza incumplida, todas reliquias inquietantes que velan -y no duermen, latentes, como tampoco duerme el corazón delator de Poe- sino que secretamente esperan, como la cabeza de la Hidra de Lerna revolviéndose bajo una roca, en la ensoñación de Borges , como las ranas que suelen hallarse inexplicablemente empotradas dentro de algunas rocas en intersticios minúsculos, como la Inteligencia Divina que se cuela y manifiesta, según las maravillas del museo de Athanasius Kircher, entre las rocas perfilando caracteres, cifras y paisajes, como los búhos en las ágatas de Cleopatra, o en la gema de Pirro, en la pietra paesina, todas las figuras que maravillosamente nutre la Naturaleza con vocación de artista, Natura pictrix, en sus teatros subterráneos, o la inexplicable muñeca de Nampa, oscuramente hallada en sustratos geológicos de millones de años en Norteamérica, o aquel clavo que se encontró, según carta de un virrey del Perú, en un cristal de cuarzo, o las pisadas humanas que dejan perpleja a la ciencia y que se suelen encontrar en andanzas y correrías contemporáneas a los dinosaurios.
Algo parecido también subyace y vibra en el cuento de Santiago Dabove, Ser Polvo, donde un paisano muta lenta e irreparablemente a un estado vegetal, después de yacer semienterrado y postrado por un ataque en las soledades de la pampa, convirtiéndose -de manera consciente pero con tranquilidad resignada- en una planta de tuna, que pronto morirá descerrajada por la reja de algún arado inclemente. O como hasta el día de hoy se enverdecerá devorada poco a poco por el moho la osamenta de Fortunato, según nos cuenta Poe en su estremecedor relato La barrica de amontillado, o las repodridas verdosidades de una fuente que, aflorando en excrecencias, delataron un asesinato pasado por alto .
Hoy entiendo que, aunque quizás imposible este tipo magias en el mundo físico de la vigilia (o de ser posible, eventos casi milagrosos raramente producidos, pero que sí acaecen en la liminar geografía de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius) ciertamente el fenómeno sigue siendo habitual en la dinámica del consciente y del subconsciente humano, y que el asombro que tales milagros esporádicos producen en el alma de los soñadores y poetas, no es más que el chispazo interno, pugnando por salir que nos revela, susurrando, el mecanismo en que el subconsciente puede comunicarse con el consciente y verter, gota a gota, sus tesoros ocultos en la mente creativa.
Releyendo este texto voy recordando muchos sueños similares.: uno en el que vadeando un arroyuelo, hallaba una piedra que tenía grabada la cara de un griego de perfil, un hombre barbudo… y eso, antes de que surgiera mi pasión por las monedas griegas,, que seguramente comparte su origen el motor de ese sueño; otro, en el que caía una fuerte granizada, y, entre las piedras, de hielo caía una enorme, una mole del tamaño de una oveja más o menos, en la que yo veía grabado claramente el rostro de Cristo, y eso, mucho antes de que supiera de las anómalas lluvias de objetos que suelen verse documentadas, o de las pareidolias en as que algunos tachados de fanáticos ven mensajes de la Virgen o de Cristo. En otra ocasión, recuerdo que soñé que la casa de mi abuela paterna contaba con insospechadas habitaciones y corredores ocultos que se disimulaban detrás de las paredes, formando un ámbito cerrado que nadie recorría ni conocía, y que se me revelaba solamente a mí. Incluso supe soñar que desenterraba unos talismanes, unas medallas de tosco estaño de una de las macetas de mi abuela, que luego se animaban y cobrando vida, me perseguían a saltos en el sueño, picando en el suelo, cuando desperté, entendí que el ruido de los rebotes de esas medallas que me perseguían lo había alimentado un goteo del techo en el patio, a causa de una lluvia ligera.
Material del que asimismo está hecha la barca de los muertos, según la tradición celta.
El Libro de los Seres imaginarios, Hidra de Lerna.
RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA, Los muertos, las muertas y otras fantasmagorías (1933), fragmento de la Antología de la Literatura fantástica, Borges, Bioy Casares y Ocampo.
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