viernes, 16 de marzo de 2012

El que llueve oro

El que llueve oro


Recuerdo una de las tardes, quizás, más importante y cargada de simbolismo para mi vida. Una tarde destinada a entregárseme una de las llaves más valiosas de la existencia, momentos que cada hombre tiene (a todos nos llueven los jeroglíficos en que se cifran los misterios de la realidad; pocos, tal vez, los desciframos) pero que a veces dejamos pasar.
Estábamos con un amigo en un querido lugar que siempre habíamos atesorado como paraíso de la primera adolescencia, y hablábamos sobre la importancia de la cábala, sobre la trascendencia del verbo, y nos propusimos empezar a recolectar palabras hebreas. Ese propósito ya nos lo habíamos hecho un encuentro anterior, y esta vez, yo venía con un pequeño cargamento de tintineantes voces. Una era zahab, que en hebreo significa oro.
Era el crepúsculo, el sol finalmente ya declinaba, entregando sus últimos y más gloriosos esplendores, y ascendimos a un mirador desolado de la facultad de psicología. Toda la ciudad universitaria era, en ese momento, sólo para nosotros dos. Apoyados en la parecita de esa terraza, dije casi de golpe:
_Oro se dice zahab.
Seguimos charlando y el sol se había terminado de ocultar, pero todavía había luz. En esa cornisa, de repente, había una moneda de un peso. Una moneda bimetálica de las que se acuñaron por vez primera en 1995, en cuyo interior, el disco de bronce reproduce, simula, la pieza de ocho escudos de 1813 con el Sol de las Provincias Unidas, de oro.
Algunas veces, en la vida, he sentido la intervención de la magia: ésta fue una realmente fuerte. Fue una vacilación en el sistema de la realidad que sucedió, tal vez, para implantar esa moneda. Una moneda, en un ocaso, dejada en una tapiecita, en ese lugar inhóspito, en ese mirador o atalaya al que casi nadie accede y al que la mayoría de los hombres parece haber renunciado. Y ahí estaba la moneda.
La alcé, y la entendí como un presagio, como una palabra divina, pronunciada (digamos) con más énfasis. Una palabra a la que ayudó para su materialización que yo dijera lo que dije (vaya a saber si tuvo que ver la entonación, o el instante o qué sé yo), el verbalizar la palabra hebrea para oro, zahab.
A partir de entonces comencé a aprender muchas palabras hebreas, codicioso de la cábala y de sus encriptaciones recónditas, pero eficaces. Fue como un eslabón en una cadena, porque muchos otros mensajes me fueron llegando, de una u otra manera, por medio de palabras, de sus rotaciones, de sus permutaciones, de sus intercambios consonánticos y vocálicos, como el intercambio de electrones en el último orbital atómico… del salto, incluso, entre palabras de igual fonética entre el hebreo y el griego o el latín. Pero entendí que el parentesco es particularmente fuerte entre dos hermanos que convivieron desde la edad media en Sefarad: el hebreo y el castellano.
Muchas palabras resonaron en sueños, otras han salido de la boca del prójimo, de la boca de extraños o hasta de mi propia boca, y las he sabido leer un instante después de pronunciadas… todas, afirmo, han salido de la boca de Dios.
Por momentos creí entender que la Divinidad veía esa intervención mía, ese uso consciente de tales mecanismos, como una osadía digna de fuerte reprensión, cuando juzgué que muchos intentos por poner en práctica o incluso sólo por prestar gran atención a los momentos en que tales sincronías pudieran generarse, eran seguidos u obstaculizados por prolijos contratiempos.
Ahora estoy seguro de que una de las tareas que me ha sido encomendada es diseminar, sembrar el mensaje para que más hombres lleven a cabo esta tarea equiparable a una labranza celeste, a un arado matemático que redundará en la redención última del género humano, y que los problemas que se me han suscitado a partir de mi decisión de llevar a buen término el mensaje son débiles coces que da el maligno para que el proyecto no se lleve a cabo, pero que no me afectarán mayormente, y que la Divinidad ha tendido su manto de protección para que florezca el mensaje y dé fruto, para que así sea, porque ésa es su Voluntad.
Es curiosa la perseverancia de aquella entrometida sombra y me dan risa sus intentos ante la potestad del Creador. Ingenuamente pretende disuadirme de mi misión con débiles contratiempos, como producirme distracciones mentales, a veces en mi interior, pero también en el exterior, como el malfuncionamiento de los programas que rigen el procesamiento del texto que voy formando en esta computadora, pero no prevalecerán. Como sea, mi intención es buena, y en eso se cifra mi salvación. Estoy tranquilo. Por lo demás, ahora sus conatos le son contrarios sólo a esa oscura potencia, porque los interpreto como alicientes que me hacen perseverar doblemente en mi tarea de que otros paren mientes en el uso razonado y mágico del verbo y la acción, para mejorar el mundo.
Atiéndeme, Lector, para que te veas involucrado en este proceso de un modo activo y productivo para todos nosotros, el género de los mortales, de los momentáneamente encarnados.
Somos ríos a quienes una Fuente de infinito amor ha encomendado la misión de ayudar a todos los aprisionados en la materia. Debemos mejorar este plano de realidad, y para ello, una veloz herramienta es la cábala, la manipulación de las ruedas en que giran las turbinas de la inteligencia, a través de la química de sus compuestos, esos que pertenecen al reino de la mente, del reino de los cielos: y que son las palabras y las letras.
Los procedimientos de la cábala (sus ladrillos) son las letras y los edificios, (los templos) son los textos, que se configuran como los organismos vivientes en esos elevadísimos reinos del ser. Basta con ejercer de manera consciente actos y palabras, sabiendo que su gestación producirá y fructificará en miríficas cosechas para que así sea, eso es poner fe, ese grano de mostaza echa a andar las montañas. Un mínimo envión acciona resortes poderosísimos que abren puertas celestiales de beatitud y esplendor.
Sólo el alma pura (hasta donde pueda serlo) tiene potencia para mover las ruedas que accionan las palabras, con el motor de la voluntad. Un alma impura produce (si lo hace) efectos débiles, sombras, o hasta contrarios (a manera de espejo), por eso se debe ser en extremo cuidadoso cuando se ejercen los poderes del verbo, pero la intención es lo que vale, y la que prevalece en última instancia.
Los últimos efectos, en esos casos, siempre serán buenos, aunque quizás más tardíos. Los poderes del verbo, que también son los poderes de los actos -si sabemos leer bien que devarim son tanto palabras como cosas, que todo hecho es, en definitiva, una palabra que escribimos en el tejido del universo, y que las palabras son cosas en un rango de vibración diferente, pero no sustancialmente distintas o irreconciliables-.
Él nos llueve oro. Su bendición puede llegar de múltiples, de infinitos modos, como la lluvia, como el aroma de una flor, como un texto que por casualidad llega a nuestra inteligencia y que, si sabemos capitalizar y poner en práctica sabiamente, tendrá efectos de insospechado poder benéfico para los demás, para todo el sistema. Una cadena que puede convertirse en una sucesión infinita, una bola de nieve bienhechora, una progresión que primero será matemática pero que luego dará un salto cuántico y devendrá una progresión geométrica… algo tan sencillo como una caricia dada desinteresadamente, en la cabeza angélica de una criatura, o una simple palmada en la espalda de un amigo, un saludo.

Él nos llueve su oro, siempre llegan sus bendiciones. Siempre nos está acariciando. No Le importa que no nos demos cuenta, eso no disminuye en nada Su Amor, nada lo hace… pero ¡ah! qué hermoso que alguna vez nos demos cuenta, que despertemos y seamos conscientes de la íntima caricia, que Le agradezcamos siquiera una vez en la vida que nos ame tan infinitamente. Cómo pensar que no haya su infinito amor, si no hay manera de que devengamos en la carne si no es por un acto de amor y sin que Él haya señalado poderosamente que un útero sea fecundado, de tal manera que no hay hombre sin madre que lo haya gestado y parido?...
No espera ninguna retribución por lo que nos da, pero calladamente aguarda. Anhela, acaricia, alienta, espera un acto tan sencillo como llover migas de pan para los pajaritos, de manera tal, que también nosotros ejerzamos el arquetipo divino (no por soberbia, sino porque Él quiere que lo ejerzamos para con determinadas criaturas, sean los hijos, los indefensos, los pájaros…). ¡Cuánto más lo serán actos tan aterradores como el diario esfuerzo, la entrega, el autosacrificio por amor!
Oro, agua, vida, luz, amor, no son más que diferentes nombres para una misma realidad que se manifiesta de diferentes maneras de acuerdo al plano en que se genera, o por los que va rotando. Oro sería su manifestación más densa, pero que de cierto modo incluso así conserva su pureza y su calidad, su ductilidad.
Incluso los opuestos (Giordano Bruno dice que el odio no es más que el amor por el contrario) serían, en definitiva, una y la misma realidad, aquejada por el polo contrario de vibración, por lo que e plomo, el odio, la muerte, no son mas que el mismo principio, pero con su cara negativa, que nos resulta más difícil de aceptar o de recibir.
Ejercer esta clase de alquimias redundaría en la restauración del estado paradisíaco.
Ojalá este texto sirva para que puedan ser puestas en práctica con más frecuencia.

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